Hace veinte años, un antiguo amigo me contó una historia que
había sufrido diez años atrás. Por entonces estaba enganchado a la heroína (sí,
queridos, había gente a la que le gustaba tanto la sensación que perdió el
miedo a la sangre, a la mierda y a la muerte) y para pagársela y tener para
vivir (si es que un heroinómano necesitaba algo más para vivir) hacía frecuentes
viajes al moro. Bajaba a Marruecos, compraba hachís y lo subía a España. Se
tragaba las bolas que le daban y en España, las expulsaba. Ganaba dinero y los
mismos que le compraban el hachís, le vendían el jaco. Hace veinte años, cuando
me contó esta historia, mi amigo estaba vivo (y con bastante buen aspecto, por
cierto), aunque si he de decir la verdad, ahora no lo sé.
Lo que me impresionó
de aquella historia (aparte de la naturalidad con la que hablaba de una
adicción que se había llevado por delante a tantos amigos suyos) fue su episodio
en una cárcel marroquí. Una de las veces que fue de viaje de negocios, los
propios camellos dieron el chivatazo a la policía y lo trincaron en la frontera. En comisaría le
dieron un laxante y esperaron delante de él a que hiciera efecto. Me contó que
tuvo suerte porque expulsó unas cuantas bellotas de hachís que sumaron unos
cien gramos, por lo que, según la ley dictaba por entonces, solo le
correspondía un mes de talego y no pasarse unos bonitos años perdiendo dientes
y pelo en una cárcel del país vecino. La
perspectiva de pasar un mes en una celda sin jaco no le entusiasmaba, claro,
más bien le tenía pavor, según me contó. Pero acabó bien, me dijo. Cuando
llegué a la cárcel, me senté en el váter y empezaron a sonar golpes secos en el
inodoro. Los moros, me dijo, se volvieron locos, decían: este viene cargado,
este trae lo más grande y metían las manos sin esperar a que acabara. Así que
al final, no me salió tan mal, me decía. Viví bien ese mes en el cárcel gracias
a lo que llevaba dentro. Eso sí, no se lo deseo a nadie, decía. No te imaginas
lo que es un talego marroquí.
Y no, no me lo imagino. Ni quiero.
Tengo muchas historias así: la del chico yonqui (el Negro) que
pedía en el semáforo enfrente de mi casa y nos entretenía con sus
conversaciones truculentas (y probablemente inventadas) y que un buen día dejó
de venir. La del compañero de mili de un amigo que tenía las dos lápidas de sus
hijos tatuadas en la espalda (el Malaguita). La del compañero de mus de taberna
que yendo borracho estuvo a punto de matar a un señor en un atropello y que,
más tarde, se estremecía pensando que podía habérselo llevando para adelante
mientras se tomaba otro whisky y se hacía otro canuto. La del chaval que me
atracó hace treinta años y del que se rumoreaba en el barrio que había violado
a otro chaval con doce años. Hay muchas. De verdad, muchas.
Todas forman parte del mundo en el que me crié y en el que
maduré. Un mundo hoy en día tan ajeno que incluso da pudor contarlo. Pero así
era. Todos los días iba con miedo al instituto. Todos. Me atracaron varias
veces de camino a clase. Y, a veces, nos poníamos chulos y decíamos que nones,
que si querían el reloj, pues a las malas y a hostias. Tomábamos cervezas de
litro cuando faltábamos a clase (no eran muchas veces, pero algunas sí, y eso
que todos en la pandilla del instituto éramos buenos estudiantes) y
filosofábamos. No percibíamos el barrio como un lugar especialmente amenazador
aunque lo fuera. Era nuestro territorio. En los descampados con jeringuillas
los nenes también jugaban al fútbol.
A veces me pregunto qué queda de todo eso dentro de mí,
sobre todo ahora que los quedamos de aquella pandilla de instituto vivimos en
barrios mejores y hemos conseguido coger el último viaje que había del ascensor social. Y tiendo a pensar que más de lo que me gustaría. Ahora que la
cultura me permite comportarme de forma socialmente aceptable en casi cualquier
situación, en el fondo, en el fondo de verdad, el chaval aquel, listo pero de
barrio, sigue estando ahí.
Tengo que dejarles ahora. Lacan me espera en la estantería y ya saben ustedes lo absorbente que puede llegar a ser su obra. Y más tarde tengo un curso de fotografía gastronómica. Estoy verdaderamente ocupado.
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