Hoy está siendo la fiesta de «laylat al-qader», el día 26 de Ramadán, que conmemora la primera revelación al profeta por parte del Arcángel Gabriel (la revelación está en la base de todas las religiones monoteístas, la verdad revelada por Dios que impidió durante mucho tiempo el pensamiento científico y la razón, las palabras que hicieron que la escolástica dominara el paisaje intelectual durante casi diez siglos), día santo según Anissa, la mujer de la recepción del riad. Hoy, en previsión de la gran fiesta que celebrará el fin del ayuno, o más bien como adelanto, las mujeres cocinan manjares (tallín y cuscús, lo que los turistas tomamos por comida diaria marroquí) y los niños se visten con un traje blanco, las niñas se decoran las manos con henna (lo que los turistas creemos que hacen siempre) y casi todo el mundo lleva el traje tradicional (largas chilabas de blanco inmaculado y el pequeño fez blanco para los hombres y chilaba y pañuelo para las mujeres, más coloridas), las familias se visitan y se muestran los niños unas a otras para admiración mutua.
Hoy ha sonado la sirena y el júbilo que siempre se apodera de la medina se ha visto aumentado. He visto una mesa llena de hombres en la calle que, después de comer con glotonería los alimentos que habían amontonado en ella, han empezado a cantar. Debían ser cánticos religiosos porque me ha parecido distinguir el «Allah Muagbar». La escena, con los hombres dando palmadas a distintos ritmos, me ha recordado las reuniones navideñas, con toda la familia cantando los mismos villancicos año tras año, cantos que no dejan de ser religiosos pero que son algo más. Me he sentido feliz de estar allí bebiendo zumo de naranja, sentado a suficiente distancia para que no pudieran sentirse observados.
Más tarde he paseado por la medina y he visto enjambres de niños guapos, todos vestidos de forma tradicional, mujeres caminando al lado de otras mujeres, cuidando de los críos, que corrían arriba y abajo por las calles, llenándolo todo de gritos. He comprado comida marroquí en su mercadillo (pagando por primera vez el precio que pagan ellos por la comida) y he vuelto al hotel a ducharme y cenar en la terraza. Dos viejos vestidos de blanco tomaban té y charlaban tranquilamente en la puerta de su negocio. Los niños alborotaban y, poco a poco, las mujeres se han mostrado, yendo de de una casa a otra. Es el día de las visitas, según me han dicho, hay que ponerse guapos para ir a ver a la familia. Imagino las mismas protestas adolescentes para ir a ver a los abuelos que en Madrid en Navidad. Asisto a la bronca de una madre a su hijo y deduzco que debe de tratarse de un chaval que se quiere ir demasiado pronto a la calle en un día tan importante.
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