lunes, julio 26, 2010

Feos

El bar, perteneciente a una cadena de restaurantes en la que sirven un desayuno inglés bastante decente y que el hombre maduro suele frecuentar los fines de semana para poder leer con tranquilidad el periódico y no tener que preocuparse por el almuerzo, solo tenía ocupadas cuatro o cinco mesas con la clientela habitual, una pareja de homosexuales mayores, disfrutando como niños de la trasgresión de tomar tortitas con nata para desayunar, olvidada por una vez la dieta baja en grasas y de alto contenido en proteínas que seguían para sacarle el máximo partido al tiempo de gimnasio, cada uno con su periódico y sus gafas, con semblante de concentración, comentando una a una las noticias de la sección de internacional; dos parejas sudamericanas que habían hecho un alto en la ardua tarea de recorrer todas las tiendas de la calle y rellenar de artículos varias bolsas de papel con logotipos muy conocidos, exactamente iguales a otras bolsas de papel con logotipos muy conocidos que podían encontrar en sus propias ciudades, a seis mil kilómetros de distancia, tomando cocacola en lugar de café y huevos revueltos con abundante ketchup; un grupo de cuatro amigas, mujeres anodinas, ni guapas ni feas, ni modernas ni antiguas, ni rubias ni morenas, que probablemente se considerarían peores de lo que realmente eran y que haría mucho tiempo que no pasaban la noche con un hombre sin saber que, en realidad, a todas ellas les bastaría con un mínimo cambio, con unos collares nuevos, unos zapatos, un escote más atrevido, otro corte de pelo, algo más de desenvoltura en las miradas para que el resto de mujeres anodinas de su círculo de amigas las envidiara con el odio soterrado e intenso del que solo son capaces las mujeres cuando juzgan a una amiga; y una pareja de jóvenes con pantalones de algodón y sandalias, ella con una ancha cinta en el pelo y él con barba y rastas, leyendo el periódico y conversando con tranquilidad, jóvenes internacionales sin patria, que podrían encontrarse igualmente en Lisboa, en Roma, en Londres, en París, esa clase de jóvenes a los que se ve a gusto en cualquier gran ciudad europea, que hablan idiomas y son aficionados al arte, que han decidido ver mundo en lugar de acumular dinero para comprar el piso amplio de los suburbios que sus madres hubieran preferido en lugar del cuchitril de cincuenta metros, en un quinto piso sin ascensor, donde viven ahora, esa clase de jóvenes que pueden verse en el Chiado o en el Trastévere o el barrio turco de Berlin y que siempre parecen tener conversaciones muy interesantes.
Y al final del bar ellos dos, esperando pacientemente, a pesar de que el bar se encontraba casi vacío, a que un camarero los acomodara, tal y como recomendaba el cartel que se hiciera, respetando las normas, feos y mal vestidos, ella con una blusa de punto blanca con escote de pico que ya era antigua en la época en la que su madre había visto a sus amigas atreverse a con la minifalda, con zapatos blancos, de esos con una abertura en forma de uve, a través de la que se podía ver la uña del dedo gordo del pie y un trozo muy pequeño de dedo índice, con una falda de tejido sintético estampada con motivos imposibles de recordar, con gafas anticuadas, dientes descuadrados y demasiado grandes y una cola de caballo; él gordito y calvo, con demasiado vello corporal, con unas bermudas de color caqui y unos zapatos de cuero claro, de los que suelen comprar los hombres de mediana edad en verano esperando que no transpiren demasiado y, sin embargo sabiendo que la primera vez que se los quiten en público deberán pedir disculpas por el olor, con una camisa polo de color verde demasiado llamativo y calcetines de hilo. Ambos se miraban mientras esperaban pacientemente que un camarero reparara en ellos, aunque, de vez en cuando, ponían cara de circunstancias, como diciéndose, a ver, habrá que esperar si eso pone el cartel, habrá que esperar a que nos atiendan, como personas habituadas a pasar desapercibidas que no se toman como algo personal el esperar detrás de una barra y que el camarero no les dirija ni una sola mirada, tan poco acostumbradas a llamar la atención que se morirían de la vergüenza en el caso poco probable de que asistieran a una función de teatro alternativo y cualquiera de los actores les hablara para hacerles participar en la obra, allí esperando sin prisa, sonriendo. Él la miraba con arrobo, esa es la palabra, arrobo, y ella respondía con una sonrisa en los ojos tan franca y tan verdadera que el rictus de vergüenza que intentaba componer con el resto de la cara se veía impostado, como una especie de reflejo que hubiera aprendido de pequeña y que, ahora, siendo ya una mujer que iba a desayunar con el hombre con el que acababa de pasar la noche, fuera un gesto totalmente fuera de lugar.
El hombre maduro se vio invadido por la ternura de forma inesperada y, por un segundo, envidió a los feos con absoluta sinceridad. Más tarde dobló su periódico, se levantó, pagó su cuenta y se marchó.

5 comentarios:

Iván dijo...

Buenos retratos, Javi.

Una cosa pienso. Creo que los guapos pueden quererse con naturalidad y los feos pueden ser cínicos. Me jode pero creo que es así.

La independiente dijo...

A ver, a ver... ¿Quién es el tal Javi? Yo, desde luego, no tengo ni idea.
Tal vez se refiera usted, perplejo, a Xavie, el autor del blog. Tal vez la similitud de los nombres le haya confundido.
Seguro que se trata de eso...

Por otra parte, si le digo la verdad, no entiendo lo que dice que los feos pueden ser cínicos cuando se quieren.

Pero gracias,
X.

Iván dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Iván dijo...

Le he escrito un comentario larguísimo. Así que lo borro y resumo:

Quería decir que el protagonista parece proyectar cierta carga moral en el hecho de ser feo. Como si los feos, al verse despojados de otros recursos, hubieran renunciado a un juego que a él le provoca hastío o por lo menos, le deja indiferente.

Creo que la visión del hombre de edad madura, más que comprensiva, es arrastrada por el cliché y resulta condescendiente. Es un comentario a título personal que no tiene que ver con la calidad del texto.

Un detalle de documentación: para sacar el máximo partido al gimnasio, los musculitos se centran en las proteínas y restringen los hidratos de carbono a partir de la tarde. Por si quiere retocar.

Espero que este comentario le sea útil y mis disculpas por haberle confundido con Javi.

La independiente dijo...

Gracias por el comentario de las proteinas y los hidratos, perplejo, retocaré, retocaré. Así quedará más creíble.

En cuanto a la carga moral, pues no sé si lleva razón. Quiero decir... evidentemente nadie tiene la culpa de ser feo. Eso te toca en suerte. Y, de hecho, siempre me ha parecido una putada no hacer nada para merecerlo y que te toque. Ojo, no estoy hablando de gente normal, tal y como somos el 99% de la población, sino de esa gente que debe sentir como una condena mirarse al espejo.
No sé si la visión del hombre maduro es condescendiente y arrastrada por el cliché, como dices, pero es que los protagonistas son feos y, por muy políticamente correctos que nos pongamos, los feos llaman la atención.
De ahí que el hombre maduro se fije. Y al ver algo envidiable en sus caras, los envidie (durante un segundo, claro, no más).

Pero bueno, si el texto es bueno, pues me vale.

Un abrazo,
X.