jueves, noviembre 19, 2009

SF

Si alguna vez ha sido necesario alzar la voz es precisamente ahora cuando nadie espera escucharla. Nadie lo hace porque nadie queda capaz de entender el antiguo lenguaje de los hombres, que está hecho de palabras, de sonidos que se unen unos a otros, que se trenzan y recrean el mundo. Desde que se generalizó el implante en el momento del nacimiento, los hombres solo son capaces de pensar en imágenes, la memoria ha dejado de tener sentido y el conocimiento ha dejado de avanzar. Generación tras generación, los hombres se limitan a repetir los datos almacenados sobre cualquier cosa. De vez en cuando surgen algunos capaces de innovar, de crear algo diferente, pero la sociedad los orilla, los ignora y suelen renuncian a esa creatividad en pos de una vida larga, como suele ser habitual por aquí.

Yo soy de los últimos que aún resisten y no me queda mucho tiempo, tengo un problema de corazón que impide que se me renueve el próximo año, cuando, objetivamente me correspondería la sustitución de órganos. No me importa. Creo que ha llegado la hora de abandonar el mundo, que ha llegado el momento de despedirse. La gente con la que hablo no lo entiende, siempre me sugiere alguna otra opción: refúgiate en el sistema, espera a que la ciencia médica —¿qué posibilidad de ciencia nos queda ya a los humanos?— sea capaz de resolver tu problema de corazón, aguanta, busca una solución. Todos tienen miedo del final, no se dan cuenta de que la vida se ha convertido en tener miedo. Miedo a que la energía termine por acabarse en este planeta exhausto, miedo porque aparezca un fallo en el sistema que los convierta a todos en poco más que muñecos sin voluntad, miedo a tener hijos, al amor, miedo a todo lo que constituya un compromiso. La dilatación del tiempo ha conseguido desnaturalizarnos. La dilatación del tiempo nos ha convertido en otra cosa.

Cuando me preguntan por qué no estoy dispuesto a luchar por mi vida, siempre les cuento la historia de la Sibila de Cumas, ya escrita por Ovidio en sus Metamorfosis hace tantos siglos: «El dios Apolo cortejó a la Sibila pero la doncella no accedió a sus ruegos hasta que el dios estuvo dispuesto a concederle el deseo que ella pidiera; tendida en la playa, la doncella tomó un puñado de arena y le rogó vivir tantos años como granos de arena le mostraba en la mano. Mil años de vida, los granos de arena de su puño, le fueron concedidos. Sin embargo, emocionada por la promesa del dios, olvidó pedirle a Apolo la juventud para esos mil años de vida. Setecientos años después, Eneas la encontró y la Sibilia confesó melancólica y dulcemente, que aún le faltaban por vivir tres siglos más y que se tornaría cada vez más pequeña, tan pequeña que nadie la reconocería, ni siquiera el dios que llegó a amarla. Cien años más tarde, la Sibila vivía dentro de una botella y cuando los niños que jugaban con ella le preguntaban qué deseaba, ella siempre respondía: "Quiero morir."»

Y todavía se atreven a decirme que la diferencia es que nosotros nos mantenemos eternamente jóvenes, que ese no es un problema para nosotros, que no existe comparación posible entre una cosa y la otra.

5 comentarios:

Portarosa dijo...

Qué inquietante. Consigues muy bien esa sensación, en este tipo de textos, creo yo.

Un abrazo.

S.G. dijo...

Totalmente de acuerdo, has creado una atmósfera de lo más desasosegante. Gran relato de cencia ficción catastrofista, menos mal que algunos resisten.
xx

Fleischman dijo...

La idea de la inmortalidad siempre me ha parecido terrorífica, como un castigo propio del Hades. Sería una muerte en vida, condenada al aburrimiento. Buen relato, J.

Xavie dijo...

Gracias a los tres por los comentarios. Sigo en ello... :-)

Besos y abrazos,
X.

NáN dijo...

La comparación con la Sibila, verdadera heroína de la toma de conciencia, con el narrador, es espléndida. Lo que viven los demás, se parece demasiado peligrosamente a esta realidad, que os recomiendo leer:
http://www.globalizate.org/gmonbiot151109.html