Estoy cenando en un restaurante. Cuando estoy con los postres, me dicen que el pescado que acabo de comer es delfín. Me pongo meláncolico. Pienso que he saboreado la carne de un animal más listo que yo. Los delfines tuvieron la mala suerte de evolucionar en el agua y no poder dominar la materia a través del fuego. Seguro que a diario nos maldicen en su particular idioma. Hijos de puta monos cabrones de mierda, que no entendéis nada. Los delfines saben ajustar su cuerpo de forma intuitiva a los campos electromagnéticos de la tierra. Los delfines son inteligentes y crueles. Tal vez la inteligencia y la crueldad estén tan inseparablemente unidas que sean la misma cosa, diferentes manifestaciones del mismo fenómeno. Todo eso pienso. También imagino que soy un delfín que viaja a través del océano.
Siento el agua, siento el sónar del barco de la armada que pasa a un par de kilómetros, el retumbar de las explosiones bajo la quilla de un barco pirata somalí. Veo un grupo de cuatro personas caer al agua. Una de ellas está muerta. Pruebo la carne pero no me gusta. Prefiero el atún. El tiburón no, el tiburón solo lo pruebo cuando matamos alguno entre varios, como una manera de hacerme con su fuerza. Porque vosotros creéis que los tiburones son voraces y no, los tiburones lo que son es idiotas. A nuestro lado no tienen nada que hacer por muchas hileras dobles de dientes que tengan, todo músculo y nada de cerebro. Cuando les vencemos, probamos su carne. Según vuestros sociólogos, es una especie de ritual de iniciación.
De las tres personas que quedan en el agua, intento ayudar a una de ellas. Es una persona negra. No sé si es un pirata o un marinero. Me da igual. Es un humano. Y todos los escritores han hablado de la solidaridad que existe entre ambas especies. Así que le doy un golpecito con el morro en el pecho para despertarlo. No parece que funcione. Tiene los ojos muy abiertos. Creo que ya está muerto. El juego ha dejado de ser divertido. Dejo que se hunda para que los retoños se lo pasen bien. Siempre disfrutan. Pero a ellos tampoco les gusta la carne. Voy a por otro que patalea, como si eso fuera a ayudarle. Le doy en el pecho con el morro. Se agarra a mi aleta dorsal. Subo a la superficie con el fardo a la espalda. Cuando llega allí, respira y tose. Me alegro de que esté vivo. Es más divertido. Le agarro del pantalón con los dientes y me hundo.
Salgo de mi ensoñación y pienso que soy yo el que se ha comido el delfín. Y aquí estoy, tomando un café estilo turco en un restaurante del puerto. En una isla de la que dicen las guías turísticas que está situada en el centro geográfico del Mediterráneo.
Tal vez todo esto quiera decir que, en el fondo, todos merezcamos ser el juguete de los delfines. O algo así. Creo. No estoy muy seguro.
Feliz año nuevo.
3 comentarios:
Feliz año nuevo, cetaceófago.
Un abrazo.
Idem, pero sin lo de cetaceófago.
Que el año empiece bien y termine incluso mejor.
Un beso bien gordo.
Feliz año nuevo.
Me ha gustado tu relato, que sea el delfín quien nos hable. Aunque yo quiero pensar (desconozco si ha ocurrido alguna vez) que pese a su inteligencia, no son tan mezquinos como los hombres, y que por tanto no se atreverían a hundir a un moribundo...
(En otro orden de cosas, tampoco considero que la inteligencia extrema vaya unida a la crueldad. Hay crueles muy tontos por el mundo)
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