En el ocaso rojizo, mientras fumo sentado en el banco de una estación de tren de pueblo, me da por contemplar algunos vagones herrumbrosos, viejos trastos varados en tierra.
Me fijo sobre todo en los vagones de reparación, capaces de adosarse a la maquinaria y prestarle atenciones de médico. En su dignidad de máquinas desechadas.
Allí están, impasibles, viendo como sus hermanos, más modernos y mayores, más rápidos y más redondeados, pasan a toda velocidad por las vías. Pero eso no les importa. Están más que acostumbrados a sentir como el sol y los cambios de temperatura van cuarteando lentamente su pintura, cómo el acero reluciente de otros tiempos se transforma en algo quebradizo; a apreciar como el color anaranjado del atardecer va cambiando imperceptiblemente cada día.
Y en ese rato mínimo en el que he estado observando los trenes, me he sentido tan bien allí, calentado por el sol, que no me ha importado estar seguro de que la misma oxidación que recubre el metal de esos vagones acabará conmigo tarde o temprano.
5 comentarios:
Vaya, vaya, así que tú eres uno de esos abueletes que se sientan en los andenes de las estaciones a ver cómo se escapa el tiempo entre vagones y pasajeros, ¿eh? :PPPPPP
Un besote. C.
Genial post. ¡¡Vivan los cementerios de trenes y los vagones herrumbrosos!!
Hola Cal,
Sí, soy uno de esos abueletes que miran y dan su opinión sobre las obras durante el día, recoge a sus nietos y bebe cerveza a escondidas porque el médico es un intransigente... :-D
Hola conde-duque,
Gracias. Y que vivan.
Xavie
Esta vez sí me ha gustado lo que dice el que sentó a mirar.
Un abrazo, abuelo.
Un abrazo, Porto
Es que la edad acaba pesando...
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