El mejor boxeador es el que sabe encajar. Le golpean en el hígado, en la mandíbula, en la nariz y apartándose las lágrimas con los guantes, sigue en pie dispuesto. Y devuelve los golpes.
Después, el médico le sutura la ceja rota, le endereza el puente de la nariz y sigue entrenándose para el siguiente combate. Como Muhammad Alí en el combate del siglo contra Foreman: casi todo el combate encajando, su cerebro retumbando contra su cráneo camino del Parkinson y aguantando hasta conseguir colocar un gancho que derribara a su contrincante.
Tal vez encajar sea algo que a lo que todos nosotros deberíamos aprender. A cosernos los puntos mirándonos al espejo, a notar la sangre en la boca, con ese sabor metálico y salobre. A derrumbarnos y ser capaces de apoyar las manos en el suelo, contraer los músculos y volver a levantarnos aunque sea tan sólo para volver a caernos, cegados por la hinchazón de los ojos.
Para que así, cuando suene la campana en el asalto final, poder decirnos que hicimos todo lo que pudimos, que lo intentamos de corazón, que nos cubrimos y tiramos muchos golpes, que mantuvimos el juego de piernas, que nunca perdimos la cara, que fuimos valientes, pero que el contricante era, a pesar de ser un hombre delgado y pálido, demasiado fuerte y estaba muy bien entrenado.
Y además nunca jamás había perdido un combate. Ni jamás lo hará.
2 comentarios:
Ole.
Pues nada, ole.
Gracias, Porto
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