martes, febrero 28, 2006

Televisión

Cuando el guionista propuso su idea para un nuevo programa en el consejo de guionistas de la emisora, encontró muchas reticencias. Sin embargo, puso en funcionamiento toda su capacidad de convicción, templada en los grupos de debate de aquella facultad de la Ivy League, para conseguir que su idea pasara el primer filtro. Estaba acostumbrado a hablar entre colegas, y no le resultó difícil conseguir su aprobación, pero ese era sólo el primer paso y ahora debía preparar bien la defensa de su idea ante otro comité, el de dirección, el órgano que realmente daba el visto bueno a los nuevos programas.

No fue fácil, tuvo que emplearse a fondo, no sólo expuso su idea sino que intentó impresionar con citas de autores de nombres impronunciables, autores que él sabía que nunca leerían los responsables de la cadena, y, en honor a la verdad, estuvo a punto de no conseguirlo. Durante aquella presentación, su defensa del nuevo concepto, le colocó en una posición incómoda al enfrentarle directamente al director de programación, que no veía claro el asunto. Por un momento llegó a pensar que su carrera dentro de aquella cadena había acabado, sobre todo cuando las miradas de los demás lo contemplaron como si ya se encontrara ausente, como si aquella sala fuera el consejo de ancianos de alguna tribu antigua y él alguien a quien hubieran repudiado. Afortunadamente, contaba con un argumento que normalmente conseguía que aflorara la parte más pragmática de la gente: el programa sería una máquina de vender anuncios y las protestas de los indignados no bajarían la audiencia sino que les ahorrarían algún dinero en promoción.

Era consciente de que se enfrentaba a algunos problemas legales, y sin embargo, estaba seguro de que podría encontrar un país en el que establecer el plató. Un plató en el que un oficial del ejército conduciría un interrogatorio sobre un prisionero de guerra, siguiendo escrupulosamente las preferencias que la audiencia le enviaría por correo electrónico. Eso sí, siempre respetando las técnicas de interrogatorio permitidas al ejército. No se podían permitir el lujo de que les acusaran de fomento de la tortura. Sería fatal para el precio del minuto publicitario.

No hay comentarios: