He bajado al garaje como todos los días a recoger mi moto
para ir a trabajar y mientras dejaba que mi cerebro hiciera por su cuenta lo
habitual [hacer listas de cosas pendientes en el trabajo y de envíos
por correo, vagar recordando la tarde de ayer (salí a tomar una copa
a las 17:30, algo que no hago casi nunca), hacer sociología barata con las
costumbres de los cuarentones urbanitas del centro de Madrid en el siglo XXI,
recordar uno de los temas del Niño de
Elche, declamación flamenca con navajas afiladas y herrumbrosas], he
reparado en que todo lo que se me pasaba por la cabeza era demasiado prosaico como
para dejarlo reflejado en unas notas (poético
y prosaico; diestro y siniestro,
deberían ser antónimos y no lo son), pero luego he recordado a Knausgård y he
pensado en la última entrevista de Fresán que he leído y en la que decía que
una cosa es la autoficción (ahí tienen las novelas del propio Fresán, de verdad
autoficcionales y locas y espirales y qué se yo) y otra cosa lo que ahora se ha
puesto de moda, por ejemplo Knausgård, y que estuvo seguro de no tener interés
en seguir leyendo su saga cuando acabó el primer libro. Lo he pensado porque he
leído opiniones parecidas en algunos sitios sobre su saga Mi lucha y entiendo las críticas (a fin de cuentas, si no es por
evitar los lugares comunes, si no es buscando cierta belleza formal, cierto
estilo, para qué escribir), pero, por mi parte, sí que he disfrutado algunos de
sus libros, sobre todo, La isla de la
infancia, aunque probablemente por razones extraliterarias. Me gustó
encontrar en ese libro tantas similitudes entre mi infancia y la de un noruego de
edad similar a la mía.
España y Noruega a principios de los años ochenta no podían
estar más separadas, unos años en los que ni estábamos en la Unión Europea ni
se nos esperaba, en la que pensábamos, con suerte, poder estudiar algún día (si la Universidad continuaba siendo pública para cuando nos tocara), mientras
que en Noruega construían una sociedad igualitaria sin Cristos sangrantes (imaginen lo raro que es eso por un momento). Y,
sin embargo, en ese libro aparecen marcas de ropa deportiva, preocupaciones,
ligas infantiles de fútbol, entrenamientos en la piscina, grupos musicales pop
y varias otras listas de cosas en las que me he visto reconocido. También creo que refleja muy bien el asombro de esa edad ante el funcionamiento del mundo, la maravilla de comprender que está lleno de cosas que aprender, que nunca se acabarán. Y lo mejor de
todo: la sensación absoluta de libertad, la perfecta libertad de los once, de
los doce años, antes del interés en el sexo, antes de que las hormonas nos
conviertan en adolescentes (en busca permanente de algo, de lo que nos falta).
Excursiones y tiempo con amigos sin la presencia de adultos. Bicicletas,
rasguños, caídas y huesos rotos. Escatología y petardos colocados en las
mierdas de perro de las plazas. La infinita duración del verano. Madres
saliendo a la puerta y gritando para que los niños volvieran a casa a comer o a
cenar.
Me gustó comprobar que esa sensación de pérdida que tengo respecto
a la infancia de mis hijos (pérdida porque no puedan vivir su infancia ahora
como lo hice yo y también alivio porque, precisamente, no lo hagan como lo hice
yo) no es individual, sino un sentimiento común a todos aquellos que alguna vez
entramos en grupo con una linterna en una casa abandonada para comprobar si,
aparte de las jeringuillas, había algo más que mereciera la pena entre aquellos
escombros.
Tal vez un tesoro.
1 comentario:
Pues a mí el primero, La muerte del padre, también me dejó sin interés por más. No vi que aportase gran cosa, la verdad.
No tenía paréntesis interesantes como tú, por ejemplo.
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