martes, agosto 11, 2015

Fresán, Casavella



Conozco a alguien que resulta ser guionista y cuyo último trabajo ha sido traducir La parte inventada de Fresán al inglés (Douglas es británico), un libro que estoy leyendo justo en ese momento y se lo digo y parece que le sorprende y acabamos teniendo una conversación sobre escritores argentinos, sobre el oficio de la traducción, sobre la poca valoración que tiene en España cualquier tipo de trabajo cultural (el gobierno solo quiere oficinistas que vivan en urbanizaciones, lo demás parece molestarles, casi ofenderles, ¡por Dios! ¡Gente que pretende ganarse la vida tocando, actuando, escribiendo! ¡Que trabajen de verdad, qué cojones!) y le digo que lo admiro y que para traducir a Fresán al inglés, incluso para traducirlo al español, hace falta no arredrarse ante nada, le digo que su trabajo ha tenido que ser una epopeya, algo que Douglas me confirma cuando me dice que sí, que casi se vuelve loco en los seis meses que le dedicó al libro, a lo que yo contesto que seis meses viviendo dentro de esa novela pueden acabar con la salud mental de cualquiera y seguimos hablando y hablando (los demás en el bar nos dejan hueco para que nos contemos cosas que no importan a casi nadie) y, a los dos días, hay un fotograma de Burt Lancaster en “El nadador” en la portada del periódico, el cuento que tiene obsesionado al escritor desde pequeño y que siempre aparece, de un modo u otro, en sus novelas, el mismo fotograma que estaba enmarcado en un pequeño bar de Praga en el que fui a dar, con Mantra, la novela del argentino, bajo el brazo, cuando todavía no comprendía que Fresán siempre ha necesitado un editor y cuando esa intensidad de muchas de sus páginas me tenía absolutamente fascinado. 

Y al día siguiente, la editorial Destino organiza un homenaje en León a El día del Watusi, la novela de Casavella (muchas veces me digo que monté una librería preciosa solo para vender esa novela, el mejor envoltorio posible), que no llegó a los tres mil ejemplares vendidos y que ahora resulta que ha ido creciendo en las conciencias, como un virus, poco a poco, boca a boca, sin publicidad, gracias al trabajo de los adeptos, (no se trata de lectores a los que guste una novela, sino una secta secreta, que va extendiendo sus tentáculos sin prisa), que difunden ese preciso e hilarante análisis de la Santa Transición que hizo el autor mucho antes de que se pusiera de moda. Una novela que ya vio lo que venía después, la crisis latente en plena hinchazón de la burbuja, que desnudaba a los que eran reyes y, por tanto, a los que lo serían más tarde. Una pena que Casavella muriera tan joven porque podría haber escrito páginas soberbias con ese Artur Mas envuelto en la bandera, vaya a ser que les metan la mano en las cuentas de resultados, cuando en el fondo piensa lo mismo que el resto del gobierno, que trabajen, conyons, que se dejen de zarandajas, que hagan como yo, no sé, aprobar unas oposiciones o heredar el negocio familiar y dedicarse a la política con el retiro garantizado, que sois todos unos vagos. El Watusi, con esas bandas barcelonesas peleando a muerte en la playa de la Barceloneta y Fernando Atienza contando como el huidizo protagonista se hundió en la arena mientras bailaba el ritmo de moda recién llegado de los Estados Unidos. Cómo olvidar a Fernando Atienza si, a pesar de ser imaginario, tiene más entidad que muchas de las personas reales que me cruzo a diario y que no pasan de ser esbozos de personajes en manos de malos novelistas.

Hace tiempo que dejaron de sorprenderme las casualidades relacionadas con los libros (decía Schiller que las casualidades no existen o algo parecido), pero lo que no deja de hacerlo es la facilidad con la que salen las palabras cuando empiezo a hablar de ellos. 

Hay que joderse.

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