lunes, abril 01, 2013

Expediente de Regulación de Empleo

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

El hombre que se encargaba de la gestión de los dineros públicos para subvenciones apuró el quinto gin tonic con arándanos antes de decir a su chófer que medio más, Antonio, que esto se va volao…, como todas las tardes. Antonio se levantó con cierta pesadez y corrió al coche para volver a hacer el camino que esa semana ya había hecho un par de veces, a las Tres Mil y volver, y cuidadito con quién mira el coche y con los muertos vivientes que van de un lado con la vista en el suelo. En el bar lo conocían bien y sabían que invitaba casi siempre que entraba un conocido y, de hecho, estaban a punto de colgar un foto suya justo encima de la cafetera, como en esas casas nobles en las que hay fotografías de los dueños con los reyes, de tan buen cliente como era, que daba gusto verlo despachar con unos y con otros, siempre con los ojos brillantes y el verbo rápido, pues era verdad eso que decía de que no se había emborrachado nunca, que era bebedor, sí, pero que borracho no se había acostado nunca, por estas.

El hombre siempre tenía un chiste en la boca para el primero que le diera pie, o que le dijera eso de “el otro día me contaron uno buenísimo”. Los camareros, además, los festejaban con ganas, por lo de acabar con el tedio y, sobre todo, porque, según se desprendía de sus expresiones cuando subían los ojos al cielo del bar como diciéndose que aquel hombre no tenía remedio, el ser andaluz está hecho así. Es inevitable. Los chistes forman parte de su idiosincrasia y basta que alguien abra la boca con acento del sur para que en el resto del país estén esperando una cuchufleta. El hombre despachaba todas las tardes, entre ida y venida al baño, que hay que ver qué jodido es el tema de la próstata para los hombres con cierta edad, con gente muy variada, gente con trajes italianos de temporada y zapatos hechos a mano y gente con trajes viejos y gastados por los codos, ya anticuados cuando se compraron; con mujeres de perlas, maquillaje y bótox y con señoras de arrugas en la cara marcadas como con cincel; con unos y con otros.

Y siempre que uno de estos personajes ajados se iba del bar, deshaciéndose en elogios, contaba una historia trágica: fíjate en esta pobre mujer, toda la vida trabajando sin cotizar y, ahora, que tiene 67 años no tiene ni para irse a vivir debajo del puente… Yo, como digo siempre, si puedo echar una manita… Y luego decía que había conseguido apuntarla para que le quedara una jubilación decente, qué menos, hombre, si además era la portera del edificio en el que vivía su hija mayor y, a veces, hasta se había quedado con la nieta. Nada, nada, si puedo echar una manita… Después de estos momentos en los que parecía enjugarse alguna lágrima, le decía a su chófer: “esta noche acabamos tú y yo por todo lo alto, por estas, que me han hablado de un nuevo sitio que vas a alucinar. Te lo juro.”. Y luego decía que al poder le faltaba el contacto con los electores, coño, que parece mentira que vivamos de la política y los miremos por encima del hombro, si son nuestra gente, decía. Y los camareros festejaban las ocurrencias de este hombre tan llano y tan cercano, que tan bien relacionado estaba con la Junta y que tanto trabajo parecía sacar adelante acodado en la barra de aquella coctelería.

El día que murió había soñado que una fotografía suya saliendo de los juzgados aparecía en un periódico de Madrid y que sus palabras citadas eran: “yo soy ningún putero ni ningún drogadicto”. Ese día tuvo una visión en la que aparecía sin barba, tapándose la cara con vergüenza y también otra en la que la gente le increpaba y le llamaba chorizo. Incluso le pareció ver a alguno de los que había ayudado tiempo atrás, hay que joderse, cómo es la gente, pensaba, encima de que los ayudas, a la mínima te la clavan por la espalda. Pero lo que, definitivamente, empujó el coágulo hasta una zona letal de su cerebro fue la llamada de la consultora de su mujer, que le decía que había decidido dejar de pagarles el sueldo, que estaban oyendo cosas muy raras y que no se podían arriesgar a salir en los papeles.

Murió con la cara torcida y un hilillo de baba cayendo de su boca, mojando poco a poco los azulejos limpísimos del cuarto de baño del bar, con la expresión del que está seguro de estar haciendo lo correcto. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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