lunes, agosto 20, 2012

Imperio

“—Te gustan los bolos, ¿verdad, Montag?
—Los bolos, sí.
—¿Y el golf?
—El golf es un juego magnífico.
—¿Baloncesto?
—Un juego magnífico.
—¿Billar? ¿Fútbol?
—Todos son excelentes.
—Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza el superdeporte. Más chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos. Y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas, viviendo una noche en la habitación donde otro ha dormido durante el día y el de más allá la noche anterior.”
 Farenheit 451. Ray Bradbury.

Que el fútbol no acabe nunca, que todos los años haya olimpiadas y mundiales, que el snooker y el curling sean deportes de amplitud mundial, que la televisión bombardee constatemente con actividades físicas o bien con blandas homilías sobre la entrega y la esperanza, sobre la capacidad de superación del ser humano. O a Cristiano Ronaldo rematando en posición acrobática. Recuerdo que hace diez años, recién releída esta novela, llegué a EE.UU. y quedé impresionado por la exactitud de la predicción, por lo inequívocamente americana que resultaba (aquellos conductores atropellando a los peatones en las carreteras sin aceras; las pantallas cubriendo las paredes, con imágenes más reales que la propia vida y las personas participando en tiempo real en sus seriales favoritos). Ya no me impresiona. La sustancia de los libros distópicos que nos entusiasmaron de jóvenes se ha ido filtrando poco a poco en todo.

Pero.

La luz de los cuadros de Hopper es la luz del invierno de Madrid aunque es la luz del verano de la costa este de EE.UU. Las personas de sus cuadros no sonríen pero sus cuadros me parecen brillantes y llenos de esperanza. Hopper, el pintor de la melancolía de la vida urbana moderna; Hopper, el retratista de la soledad de medianoche; Hopper, el pintor de la desgraciada modernidad americana. Bah. Lugares comunes. A mí me parece un pintor si no alegre, al menos esperanzado. La exposición me parece muy bien organizada (comisariada es una palabra horrible, me imagino automáticamente un despacho de color gris, con muebles metálicos en los que las fichas sobre los ciudadanos se acumulan poco a poco), se ven sus inicios, sus cambios de técnica, su ojo fotográfico y la luz de las grandes producción de Hollywood a partir de los años cuarenta. El ilustrador del imperio.
Pienso que, como ocurre con otros artistas americanos, sus cuadros parecen reflejar una atmósfera en la que no existe el peso de la tradición, como si hasta la luz fuera más ligera (y los cielos más altos) allí en el Nuevo Mundo, sin el peso de la sangre y de los huesos de la Historia que los cielos europeos parecen soportar y que tanto apabullan a los creadores de aquí, que tanto pesan a la hora de ponerse a escribir o a pintar. Brand new air, Brand new day, dirían ellos tal vez (y una risa, el cloqueo tontorrón de una mujer interrumpe el texto, pobre mujer, tan cerca de los cuarenta, con esa pinta de no haber conocido varón y esa risa tonta, floja; pobre mujer, pienso), algo fresco y nuevo, un nuevo cielo bajo el que todo es posible: Bradbury, Gibson, Eugenides, Delillo, Foster Wallace. Franzen no. Franzen parece europeo. Pienso.

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