martes, noviembre 08, 2011

Jefes

Miro fijamente los cuatro pelos que le salen de la nariz, algo más gruesos que los que le recubren el dorso de los dedos y de la mano. No puedo apartar la vista. Tiene el pelo muy corto y barba cerrada que rasura a diario pero que a media tarde ya cubre sus mejillas de una sombra azulada. Cuando sonríe, la cara se le contrae en una mueca algo idiota. No cuesta trabajo imaginarlo con un pantalón de lino, unas alpargartas y una azada inclinando reverencialmente la cabeza, con la vista puesta en el suelo cuando el marqués pasa por la calle mayor del pueblo, asustado, vaya a ser que el marqués se fije en él y le pida algo o le pregunte algo que no sepa contestar; siempre resulta mejor ser invisible ante los poderosos y, en caso de que no quede más remedio, obedecer sin rechistar, sin pensar. Se le nota en la cara que aún está demasiado cerca del surco en la tierra, con la carga de embrutecimiento que siempre ha tenido el trabajo en el campo, trabajar como una mula de sol a sol, aguantar la lluvia y el estío, casi poder oír como se va cuarteando la piel quemada de la cara mientras el sudor gotea sobre la tierra, sin tiempo para nada que no sea trasegar unos vinos en la taberna o ir de putas. Demasiado cerca. Demasiado miedo en los genes, demasiadas generaciones bajando los ojos ante el señor, ante el cura o ante el maestro, ante cualquiera con autoridad o cultura. El perfecto sargento chusquero de intendencia que, asustado ante la responsabilidad de rellenar los formularios con las entradas y salidas de material, firma con un garabato ilegible mientras sonríe intentando hacer cómplice de su treta al recluta con estudios.

El otro es gordo y grande, con esa gordura blanda del que hace mucho tiempo dejó de hacer deporte. Resulta igual de servil que el primero pero es más peligroso porque a ese servilismo añade la astucia propia de los calculadores que todo lo hacen pensando en promocionar. Su conversación es una continua queja por la mala vida que le da su mujer y una añoranza constante por sus tiempos de juventud y soltería en la costa, cuando el sexo estaba más disponible que ahora, según cuenta. Parece decir «no te fijes en cómo soy ahora, créeme cuando te digo que tuve una vida más mundana, rodeado de chicas disponibles, cuando era delgado y guapo». Resulta patético con sus consejos: No hagas como yo, no te cases, las mujeres son un coñazo (mujer y dos hijas que tiene el hombre) y aún más cuando cuenta chistes sobre maricones y posturas sexuales. Siempre he creído que los hombres tan marcadamente homófobos y machistas hacen gala de su hombría constantemente porque, en el fondo, les gustaría ser sometidos por otro hombre, aunque no se atrevan siquiera a dejar que ese pensamiento se forme en su cabeza. Provocan más tristeza que repugnancia estos hombres.

Uno es tonto. El otro además es malvado.

Alberto Olmos lo decía muy bien en su blog hace algún tiempo:

«En Castilla (supongo que en otras partes también) perdura aún la denominación "amo" referida al dueño de una empresa, negocio; referida, sobre todo, al terrateniente. "Lo que diga el amo", "ahora viene el amo", "lo tendrás que hablar con el amo": he oído yo toda mi vida.

El amo, en nuestros días, es el jefe (sobre todo si es "empresario"), el profesor y el político en funciones de gobierno.

Mi relación con el amo (me propongo ahora desarrollar) no es ajena a este escozor de sentirse más válido e inteligente. Respecto a los profesores, que son mis amos más numerosos, he visto claramente que les perdí el respeto al llegar a la universidad. Fue allí cuando noté por primera vez que, con perdón, yo era más inteligente que ellos. No era difícil, no se apuren, porque yo he tenido profesores que no sabían, y así lo decían abierta y alegremente, escribir con precisión "por qué", "porque" "por que" y "porqué", ni sabían hablar en público, ni sabían pensar por sí mismos, ni sabían más allá de cuatro cosas de la materia que impartían; ni sabían, en ocasiones contadas, absolutamente nada de nada.

Esta inteligencia demediada en el maestro nunca me irritó. A fin de cuentas, era más fácil aprobar los exámenes, más llevadera la clase, más llevadera la autoestima.

Sin embargo, el amo "empresario", el jefe, sí me ha supuesto una amargura considerable. Ser mandado por alguien al que no respetas, duele; pero ser mandado por un imbécil, desquicia. Si bien es cierto que resulta enormemente subjetivo determinar la inteligencia de otra persona, y más de alguien que, hablemos claro, cobra más que tú y viene dos horas más tarde a la oficina, no lo es tanto si en su caso concreto concurren circunstancias tan obvias (¡volvemos!) como ser hijo del dueño del tinglado, ser novia del dueño, ser primo del dueño, ser amigo del dueño o ser la persona que tiene el contacto exacto que el dueño necesita para algún negocio prometedor.

Nada tan violento (lo habrá, pero por alguna parte hay que atacar la idea) que verse haciendo algo que sabes erróneo por mandato de un imbécil. El amo beocio violenta tu inteligencia, la degrada, te degrada y te hace sentir vergüenza de ti mismo, aparte de una insufrible sensación de estar malgastando tu vida y empeorando el mundo.»

Amén, Alberto, Amén.

3 comentarios:

NáN dijo...

Me uno al coro. Profesores, los tuve excelentes (que no siempre significa agradables). A veces, como en el caso de Pepe Hierro, se unían ambas cosas.

Pero jefes, menos dos ha sido una cadena de imbecilidad que no se da por casualidad: incluso grandes estadistas, como lo fue en sus primeros tiempos Felipe González (esto, lo podemos discutir, si quieres), lo estropearon todo por la tendencia a rodearse de los más pelotas y hoolligans; que como es sabido en cuanto a eficiencia y comprensión son los que dan la nota más baja.

Pero lo del "amo", me sé historias que ponen los pelos de punta.

Portarosa dijo...

NáN, ¿te dio clases José Hierro?

Un abrazo a ambos.

NáN dijo...

Sí señor. Un cuatrimestre entero sobre poesía contemporánea. Dos días a la semana en la primera clase después de la comida. Llegamos a un acuerdo con él: nos estudiábamos el temario por nuestra cuenta y él se limitaba a recitar poemas de los poetas correspondientes, con su voz cazallera y profunda. Éramos veintipocos y fue extraordinario. No solo no falté a ninguna, sino que colaba a amigos.