Piensen que en Japón hay una afición desmedida por el flamenco, que hay academias de cante y baile en las principales ciudades. En ellas, cantaores y bailaores de medio pelo dan clases y se ganan muy bien la vida explicando qué es una soleá, a qué se le llama compás, cómo se afina una guitarra, cuáles son los principales palos del cante, qué un cante festero, por qué es importante que el cantaor esté sentado.
Horas y horas de estudio del español, para llegar a entender lo que están cantando, y también de la cultura gitana, de la historia del cante, aprendiendo anécdotas sobre flamencos, viajando a España, probando el vino fino, visitando los tablaos.
Ahora imaginen una afición similar en España por el kabuki, el teatro tradicional japonés. Imaginen varias escuelas en Madrid, Barcelona y Sevilla en las que maestros japoneses intentan hacer comprender a los aficionados el significado del más mínimo gesto de las cejas, la expresividad encerrada en un movimiento de caderas. Piensen en hombres y mujeres estudiando toda la vida para aprender a maquillar, a vestir a los actores, a que el sonido de la música tradicional suene en el tono justo.
Horas y horas de estudio del japonés, de la tradición literaria, de la sutileza de una cultura milenaria para comprender, aún de forma superficial, algo de ese teatro.
Me pregunto si en el kabuki tienen algo parecido a ver encarnarse el flamenco de forma inexplicable en una señora gitana de sesenta años que, con las zapatillas de estar por casa, se sube la falda por encima de las rodillas mientras zapatea.
Y, aunque parezca extraño, aunque yo no tenga ni la más remota idea del significado de ese teatro, aunque para mí solo sean actores exagerando mucho el gesto con la cara maquillada de blanco, me respondo que sí, que estoy seguro de sí que lo tienen.
Y entonces pienso en las cosas que tenemos en común. Y me consuela. Algo.
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