Al despertar vuelve a sentir la arena en la boca, el frío en los huesos tras una noche a la intemperie. Las pastillas que lleva dos años tomando no le sientan bien pero, como a todos, le son necesarias para mantener la concentración y no dormirse en combate. En una ofensiva no hay lugar para el sueño. En una batalla, un soldado con sueño es un soldado casi muerto. Por eso, cuando esa misma mañana el capitán los reúne a todos para contarles lo que espera de ellos, reparte las pastillas como un camello ante la puerta de una discoteca. Él también bromea cuando las recibe, igual que los demás. «¡¡Vitaminas!!» dice, vitaminas para una larga jornada sin sueño, para una larga jornada de miedo. Lo primero que se altera en la guerra es justo eso, el sueño. Cuando lo licencien va a pasar un mes metido en la cama sin salir, un mes completo entre sábanas.
Pasan las horas apostados tras un montículo vigilando un puesto enemigo. Los cabrones son duros. Se suponía que ya habían ganado esta guerra y, sin embargo, todas las semanas hay bajas en su unidad. Ahora hay una operación en marcha, quieren echarlos de veinte o veinticinco aldeas y aumentar la franja de seguridad en torno a la frontera. Las pastillas le dejan la boca seca. Sin embargo, todos saben que es un efecto que no se disipa con el agua, que deben soportarlo a cambio de permanecer despiertos y no arriesgarse a ser degollados por cualquiera de estos hijos de puta, convencidos de estar haciendo la guerra al mismo diablo. Cabrones. Pedregosos como el paisaje, así son estos hijos de puta. Él mismo vio una vez a un combatiente al que le faltaba el brazo izquierdo y un pie. Un puto lisiado disparándoles. Por el contrario, el setenta por ciento de los nuestros están aquí para conseguir los papeles y el treinta por ciento restante por inconsciencia, por no saber dónde se metían, por idiotas. Como él.
Entonces comienza el tiroteo y siente su hombro palpitando por el retroceso de su arma. Todos tiran. Llega el apoyo aéreo y estallan los gritos de júbilo cuando una defensa enemiga —un refugio excavado en el suelo y protegido por sacos terreros— salta por los aires. Ahora su columna se desplaza en zig-zag, con la cabeza agachada, tratando de conseguir una posición segura. Suenan ráfagas. El sol está empezando a calentar haciendo que la tierra adquiera un tono rojizo, como si recordara la sangre que ha absorbido durante estos siete años de guerra de mierda. Aquí y allá hay destellos, fragmentos de cristal suavizados por el tiempo que quedaron enterrados y que relucen al reflejar los rayos del sol. Sus compañeros se echan cuerpo a tierra y él los imita. Ahora hay demasiado ruido para saber exactamente de dónde vienen los disparos. Parece que les han atrapado entre dos fuegos, que les han tendido una emboscada. No sabe qué está pasando. Ve a Antonio, el dominicano, caer a su lado mientras se agarra el vientre. No cree que tenga ninguna posibilidad, ha podido ver sus ojos, su cara de miedo, su terror. Se arrastra sobre su estómago hasta una barrera natural. Ahora puede observar la situación con algo de distancia. Dos grupos de tiradores les atacan. A órdenes de su sargento, su columna se divide en dos. A él le toca el grupo de la izquierda. Todos cargan los fusiles con munición de mortero y comienzan a disparar. Cuando han transcurrido unos quince minutos, detienen el fuego. Ahora no se oye nada. Una alta columna de polvo se levanta a unos quinientos metros, parece que han neutralizado al enemigo. El famoso silencio tras la batalla no es más que sordera transitoria, demasiadas explosiones, demasiado cerca. Antonio yace con la mirada vacía, boca arriba, un hilillo de sangre la cae de la boca. Su mujer lo esperará en vano. Nunca tendrá hijos.
Cabrones, grita, cabrones... Y sale del refugio para rematar a los que hayan quedado vivos. En ese momento, siente una gran golpe en la espalda. No cree que haya sido nada. Si no duele, seguro que no ha sido nada. Y entonces se desploma como un títere al que hubieran cortado los hilos.
4 comentarios:
Muy bueno. Poco a poco el relato iba ganando fureza, intensidad.
La batalla ña he vivido como una escena de Platoon o Salvar al Soldado Ryan.
Lo mejor, el final. Me ha encantado.
Gracias, conde
Sabes que aprecio tus comentarios. Y respecto a la influencia del cine, supongo que ninguno de nosotros puede evitarla. Hemos crecido con estas imágenes. Una amiga mía dice que debería hacer un curso de guión, que todo lo que escribo resulta muy cinematográfico. No sé. :-)
Un abrazo,
X.
PD: Nos vemos el miércoles ¿no?
Suponemos que la guerra es esa estupidez. La cuentas muy bien. Que todavía es peor, como indica que en las últimas guerra de cada 10 muertos 9 son civiles no combatientes (no habían tomado la pastillita). Pero lo que más me ha gustado es que es fácilmente extrapolable a "nuestras" guerras más sutiles: quien en cualquier momento se deja llevar por las emociones, podemos apostar 10 contra 1 a que palma.
Mejor el principio y el final, para mí. Lo que menos me ha gustado, las disquisiciones sobre lo que observa, que me parecen poco creíbles (lo cual puede saberse y no ser tenido en cuenta).
Un abrazo.
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