jueves, octubre 01, 2015

Idea



Una vez tuve una idea original. Sigo haciendo más o menos lo mismo que cuando se me ocurrió (no fue el germen de un fantástico negocio, tal y como nos cuentan hoy en día las nuevas vidas de santos, esto es, la historia de Jeff Bezos o de Mark Zuckerberg, inventores geniales que han cambiado nuestro mundo para siempre) pero el hecho cierto es que la tuve. La economía de la vanidad era la idea. En una conversación dije que las contribuciones desinteresadas de la gente en Internet (que invierten parte de su tiempo libre en hacer algo gratis que los demás aprovechan), ya sea añadiendo subtítulos a películas piratas, desarrollando un controlador de un nuevo dispositivo para Linux o reseñando un libro, se regían por (se me ocurrió entonces el término) la economía de la vanidad. Una economía en la que la unidad monetaria no es el dólar ni el euro, sino los likes de Facebook o el número de comentarios (normalmente con una ortografía horrible en el caso de los subtítulos y con un estilo supuestamente elevado en el caso de las reseñas) agradeciendo la labor. Y que, precisamente debido a que esta economía funciona con cuestiones inmateriales como el prestigio en la comunidad de usuarios que te agradece la labor, las empresas nunca serían del todo capaces de sacarles rendimiento, de monetizarlas, como ahora está de moda decir con una nueva y horrible palabra. Ya está. Una idea que, como ocurre con todas, mucha más gente habrá tenido sin que por ello deje de ser original, porque, a fin de cuentas, las ideas están en el aire y muchas veces lo único que hay que tener es olfato (y si no, que me expliquen cómo Leibniz y Newton crearon a la vez el cálculo infinitesimal sin haberse leído mutuamente). 

Si yo fuera norteamericano habría desarrollado toda una teoría al respecto, habría estudiado un poco de economía y un poco de marketing, habría escrito un libro con la ayuda de un amigo periodista, que me habría editado yo mismo, habría intentado que la idea calara en cuatro o cinco personas influyentes en el medio (influencers se llaman ahora en inglés) y, poco a poco, habría conseguido que me llamaran de algunos sitios para explicar mi idea. Al principio, lugares sin demasiada importancia. Más tarde, conseguiría un bolo en alguna universidad importante y, al final, acabaría dando conferencias sobre el tema yendo de un avión a otro sin parar, como George Clooney en Up in the Air

Publicaría fotos de inmensos e impersonales lobbies de hoteles en Japón, en Corea, en Estados Unidos, fotos de comida exótica comprada en un puesto callejero, mapas que detallaran mis itinerarios. Tendría sexo (a veces eufórico, la mayoría de ellas desganado), con mujeres deslumbradas por el aura que da el escenario (tan parecido al aura que tienen los camareros tras la barra) o por mujeres que cobraran por servicios sexuales. Miraría canales de televisión en idiomas incomprensibles. Viviría gran parte de mi tiempo en vestíbulos de aeropuertos. Mi empresa ganaría dinero vendiendo camisetas negras con alguno de mis eslóganes (“Es la vanidad, estúpidos”, por ejemplo). Me maravillaría ante las pequeñas diferencias en los inodoros de los diferentes países. Presumiría de ser un hombre de mundo. Sería rico.

Y, sin embargo, sigo aquí, haciendo lo mismo que siempre. Escribiendo de vez en cuando en este lugar para que no muera del todo, empeñándome en no desconectarle la respiración asistida. 

Será que no tengo espíritu emprendedor.

3 comentarios:

Portarosa dijo...

Será.

Mejor para nosotros.

(Esto último no pretende alimentar tu vanidad, aunque lo haga...)

Xavie dijo...

Pues hubiera preferido tener algo de espíritu emprendedor y haberme forrado, qué coño... :-)

El dinero es incontestable. El hecho de que no me importe mucho no le quita esa cualidad. Incontestable.

Abrazote

Portarosa dijo...

Él, puede que sí, pero tú no. Por tanto, procedo:

No sé tú, pero yo no conozco a nadie que se haya forrado que no tenga un punto de capullez. De algo te has librado.

Otro.