Ayer recordé la impresión que me había causado una película, A tumba abierta — de 1994, la primera película de Danny Boyle antes de Transpoitting—, en la que, antes de que el dinero se llevara por delante la amistad y el buen rollo y lo llenara todo de sangre, la manera de vivir de los treintañeros protagonistas me había llamado mucho la atención. Recordé vivamente haber deseado tener una vida parecida alguna vez. Yo no tenía pareja, era estudiante por entonces y la expectativa de acabar viviendo como aquellos jóvenes ingleses, en una casa compartida, llena de detalles primorosos, con una banda sonora de blues suave todos los días a la hora de la cena, me agradaba particularmente.
Lo curioso es que a la película de Boyle me llevó otra película, muy alejada en todo de ella, El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, del año 1993, más o menos de la misma época. Me vino a la cabeza que la primera vez que la había visto me había gustado mucho, a pesar de ser una de esas películas españolas intensas, de sentimientos y pérdidas. Salía El cabo de Gata antes de que el reflejo metálico del mar de plástico pudiera verse desde el espacio pero no me gustó por eso sino porque creo que no me costó trabajo imaginar para mí una madurez parecida a la de los protagonistas, con varias ex parejas y buscando la soledad en una casa frente al mar. Casi todos los protagonistas de la película eran profesionales liberales —una restauradora, un antiguo médico que se dedicaba a criar perros, un profesor universitario que vivía en Estados Unidos— y supongo que no me costó trabajo imaginarme de esa guisa en un par de décadas.
Ambas películas son de una época similar y ambas son muy diferentes. Ambas me hicieron desear un cierto tipo de vida entonces —treintañero urbanita en casa compartida y maduro solitario en casa frente al mar— y no entiendo por qué. Ahora han pasado las dos décadas y no he cumplido con casi nada de esas dos vidas previstas, excepto en lo de la ex esposa. No sé si significa algo. Cada vez entiendo menos cómo funciona el tiempo. Aparte de algunos detalles, ni siquiera puedo recordar cómo era yo por entonces.
Lo curioso es que a la película de Boyle me llevó otra película, muy alejada en todo de ella, El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, del año 1993, más o menos de la misma época. Me vino a la cabeza que la primera vez que la había visto me había gustado mucho, a pesar de ser una de esas películas españolas intensas, de sentimientos y pérdidas. Salía El cabo de Gata antes de que el reflejo metálico del mar de plástico pudiera verse desde el espacio pero no me gustó por eso sino porque creo que no me costó trabajo imaginar para mí una madurez parecida a la de los protagonistas, con varias ex parejas y buscando la soledad en una casa frente al mar. Casi todos los protagonistas de la película eran profesionales liberales —una restauradora, un antiguo médico que se dedicaba a criar perros, un profesor universitario que vivía en Estados Unidos— y supongo que no me costó trabajo imaginarme de esa guisa en un par de décadas.
Ambas películas son de una época similar y ambas son muy diferentes. Ambas me hicieron desear un cierto tipo de vida entonces —treintañero urbanita en casa compartida y maduro solitario en casa frente al mar— y no entiendo por qué. Ahora han pasado las dos décadas y no he cumplido con casi nada de esas dos vidas previstas, excepto en lo de la ex esposa. No sé si significa algo. Cada vez entiendo menos cómo funciona el tiempo. Aparte de algunos detalles, ni siquiera puedo recordar cómo era yo por entonces.