jueves, diciembre 13, 2012

Al cielo, al cielo

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes


Un momento antes del final, sintieron una presión extraña procedente del suelo del coche, un pequeño salto que se convirtió en un instante en un salto mucho más grande, en una espiral de aire ascendente que elevó el coche varios metros de altura mientras las paredes de metal crujían y se deformaban y el habitáculo se llenaba de un resplandor ígneo que parecía proceder de la espada flamígera de Gabriel, el arcángel. En ese espacio mínimo de tiempo ambos hombres se miraron, con la comprensión claramente dibujada en el rostro, y ambos se desearon por última vez.

—¿Qué tenéis que decir en vuestro favor? —preguntó el Altísimo —. ¿Por qué?, ¿podéis ofrecerme una explicación?
Ambos bajaron la cabeza pero el guardaespaldas nunca había sabido estar callado.
—Siempre hemos cumplido con nuestro cometido, Padre.
—Lo sé, pero esto es muy grave.
—Solo ha sido un momento de debilidad tras una larga vida de sacrificio. Nos han enseñado que vos perdonáis los pecados y los errores de vuestros siervos.
—Sí, pero lo que cuenta es el arrepentimiento final. Os podría hablar de otros casos. Personas a las que la historia no ha tratado bien pero que están aquí, viviendo en la divina dicha perpetua, por haberse arrepentido de corazón. No como vosotros.
—Pero, Padre —repuso el chófer —, la tentación es obra del demonio y nosotros nos hemos resistido.
—Muy cierto, hijo, muy cierto. Y por eso precisamente, porque no quiero que penséis que no soy justo, esperaremos a vuestro testigo.

El gran hombre apenas oía la voz del sacerdote mientras iba entrando poco a poco en el reino de los muertos. Sus cinco hijos lloraban silenciosamente alrededor de su cama, en una habitación rodeada de policía, cuya misión era mantener alejada a la prensa. Hasta los ingleses hacían guardia en la puerta del hospital intentando conseguir alguna fotografía. Aquello era un circo de padre y muy señor mío y eso que la televisión y la radio se habían pasado todo el día hablando de una explosión de gas. El blindaje del coche no había sido suficiente a pesar de que los americanos tenían una gran experiencia en vender coches blindados a hombres de bien con muchos hijos y que todos los domingos, sin faltar uno solo, comulgaban con los ojos en blanco, tocados durante un momento por la gracia divina y el misterio de la transustanciación. El gran hombre abrió los ojos por última vez y contempló a su familia. Había tenido una buena vida, pensó, y en ese momento comenzó a sentirse fuera de sí. Sus cinco hijos empezaron a llorar entre hipidos y la prensa tardó solo unos minutos en comenzar a transmitir la noticia del fin. El gran hombre había muerto por la patria tras recibir los santos sacramentos y en compañía de sus seres queridos. Las pesquisas policiales no tardarían en encontrar a los asesinos. El gran hombre, ante todo, había sido un hombre de honor. Le cabía el estado en la cabeza.

—Os he servido lo mejor que he podido, Señor —dijo con un susurro el gran hombre mientras se postraba a los pies del Altísimo.
—Lo habéis hecho bien, mi buen amigo, mejor que muchos otros. Pero antes de que vayas a disfrutar de tu recompensa perpetua necesito preguntarte algo. ¿Alguna vez has notado algo extraño en las miradas de tus hombres? ¿Podrías decir que siempre han tenido un comportamiento viril?
—Siempre, Señor. Son de lo mejor de nuestros cuerpos de inteligencia, siempre han cumplido con su deber y han demostrado en numerosas ocasiones su arrojo. ¿Me estáis diciendo que…?
—Se sintieron tentados, sí.
—Pues qué sorpresa, Señor, no acaba uno nunca de sorprenderse en esta vida.


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