lunes, noviembre 17, 2008

Aeropuerto

El hombre con rayos X en los ojos esperaba pacientemente en la cola del aeropuerto, dispuesto a las humillaciones necesarias para embarcar en un vuelo transoceánico. Allí estaba, aguardando que le pidieran que se quitara los zapatos o el cinturón. Como todo el mundo. Odiaba los aeropuertos porque estaba seguro de que, en el caso de que supieran de su capacidad, se convertirían en una cárcel para él. Podía imaginarse sin esfuerzo encadenado a una silla, vigilado por un guardia armado, obligado a revisar la cola de entrada por el día y sometido a toda clase de experimentos por la noche. Él también había sido lector de X-Men y sabía el destino que esperaba a las personas con poderes especiales.

La cola avanzaba pausadamente porque la mayoría de la gente que estaba entrando a la zona de embarque del aeropuerto eran ancianos, que se movían con cuidado, poco a poco. Algunos de ellos apenas podían caminar por lo que la operación de despojarse de los zapatos y más tarde volver a ponérselos les llevaba mucho tiempo. Los guardias que revisaban la entrada ni siquiera pretendían parecer amables. Les apremiaban con malos modos, preocupados por el tamaño que la cola iba alcanzando paulatinamente.

Los viejos iban entrando temblorosos y rellenando la sala de embarque del aeropuerto con sus cuerpos flacos, sus muletas y sus medicamentos. Toda la escena le recordó un cuento de Kurt Vonnegut, aquel que se titula: "Bienvenido a la jaula de los monos" en el que existían cabinas de suicidio asistido que los viejos visitaban para despedirse del mundo. En ese cuento, la presión de la sociedad para que se suicidaran era tremenda: los viejos debían soportar los mensajes publicitarios incitándoles a ello a todas horas. Se imaginó, durante un momento, que el avión no sería una máquina destinada a llevarlos a ningún sitio sino una gigantesca cabina de suicidio en la que dispersarían un gas mortal para acabar con todos ellos, jubilados que dejaron de cotizar a la Seguridad Social mucho tiempo atrás. El gas se dispersaría, inodoro e incoloro, y todo el mundo moriría de forma suave. Nada más fácil que deshacerse de los cadáveres desde el avión en marcha.

El hombre con rayos X en los ojos se quitó de la cabeza una idea tan horrible porque, últimamente, su terapeuta le advertía constantemente en contra de la paranoia. Le decía que saltarse la medicación no era una buena idea, que tomarla le ayudaría a mantener un estado de ánimo más equilibrado.

Se fijó entonces en un anciano de casi ochenta años que se mostraba bastante vivaz, más en forma que sus compañeros de excursión. Se estaba quitando los zapatos sin demasiado esfuerzo, sin contraer la cara al inclinarse ni resoplar una sola vez. Cuando pasó por debajo del arco detector de metales, un pitido hizo que el guardia de seguridad se acercara a él con el detector portátil. Él explicó que tenía una placa de metal en el cráneo, una herida de guerra, dijo. El guardia lo miró socarronamente, como si no fuera capaz de imaginar a aquel anciano, setenta años antes, empuñando un arma o tumbado boca abajo en el suelo afinando la puntería para disparar. La batalla de Teruel, dijo el hombre. ¿Qué batalla, abuelo?, preguntó desconfiado el guardia. La de Teruel, y yo no soy su abuelo, respondió el anciano. Disculpe, hombre, sólo pretendía ser amable. Más que amable, me ha parecido usted condescendiente, pero no se preocupe, los viejos estamos acostumbrados a eso. Tengo una placa en el cráneo, justo aquí, dijo el viejo, compruébelo con la maquinita esa que lleva. El guardia de seguridad acercó entonces a su cabeza el detector portátil y éste comenzó a pitar con mucha intensidad. El guardia dijo entonces: Está bien, puede pasar. El viejo caminó un poco con sus zapatos y su cinturón en las manos y se los volvió a poner un poco más adelante.

El guardia civil no había advertido que el viejo no sólo tenía una placa en el cráneo —una mancha luminosa, que destacaba como coloreada de azul para la visión del hombre con rayos X en los ojos—, sino que también llevaba una tobillera con una pistola en ella. El hombre con rayos X en los ojos escrutó la expresión del viejo. No estaba nervioso ni alterado, le pareció que aquella no era la primera vez que burlaba la seguridad de un aeropuerto. Probablemente, gracias a su edad, ningún guardia civil lo contemplaría como una amenaza. Se preguntó que haría a un viejo cargar con una pistola tan grande, qué amenazas —reales o imaginarias— le harían andar armado por el mundo. No supo responderse.

El avión comenzó tomar velocidad para despegar. Las expresiones de los viejos intentaban aparentar tranquilidad pero el viejo de la pistola no dejaba traslucir ninguna emoción. Leía tranquilamente un libro, ajeno al traqueteo del avión, al sonido del motor alcanzado los seiscientos kilómetros por hora, a la fuerza que los mantenía incrustados en el asiento. Cuando el avión se despegó de la tierra, la ciudad apareció abajo como una maqueta de Lego, indistinguible de tantas otras ciudades desde esa altura.

El hombre con rayos X en los ojos pensó por un momento que el anciano armado tendría bastantes posibilidades de secuestrar el avión si se lo proponía. Se preguntó dónde querría que los llevaran en caso de que ese fuera su plan. Sentía curiosidad por saber dónde acabaría todo, en el caso de que el viejo se atreviera a hacerlo. Sin embargo, llevaba varios días sin dormir bien y había tomado un somnífero para el vuelo. Se quedó dormido pensando que tal vez la expresión decidida del viejo fuera lo último que recordaría en su vida.

Cuando el viejo se levantó y se dirigió a la cabina del piloto, él soñaba con la forma del avión, un esqueleto parecido al de una manta raya surcando los cielos en lugar de las aguas más profundas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Felicidades Xavie. Como ex-usuario frecuente de Aeropuertos he reconocido esa atmósfera claustrofóbica que describes. Y también en alguna ocasión me he encontrado con el viejo de la pistola. Te seguiré leyendo

La independiente dijo...

Gracias jordi,
Considera esta tu casa y vuelve cuando quieras.

Un saludo,
X.

Portarosa dijo...

Llevaba ya tiempo sin leerte. Y ya estoy al día.

Éste me ha gustado bastante. No hay atascos... ¿Sabes qué quiero decir? Atascos donde se ve al escritor, no lo que escribe. Ya hablamos de eso en más ocasiones.

Un abrazo.