Veo fumando a Houellebecq, con esa nariz gigante que se le
está poniendo con la edad (como si su apéndice segregara su propia capa de
látex) y el pelo ralo y me lo imagino en su casa, en pantuflas, con un jersey
ajado y manchado. Me lo imagino lleno de las pequeñas manías que todos vamos
acumulando con la edad (“Te he dicho que no soporto que dobles el periódico; En
esta casa no se pone música hasta las nueve de la noche; No, están prohibidos
los telediarios”, ese tipo de cosas). Y lo veo retirándose al campo mientras el
tiempo pasa y la muerte espera.
Veo las últimas imágenes enviadas por la sonda Messenger
antes de estrellarse contra Mercurio y siento de repente una ternura difícil de
explicar. Piénsenlo: la humanidad ha creado una máquina capaz de viajar a
Mercurio y de morir cumpliendo con su deber.
Veo el mar. En mi cabeza veo el mar.
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