lunes, junio 30, 2008

Hambre

Ayer, la policía no pudo evitar que, debido al amor inconmesurable de España por su selección de fútbol, la multitud devorara a los jugadores en un frenesí caníbal. Nunca se había visto en este país una demostración de amor más puro.

sábado, junio 28, 2008

Zig-zag (Madrid III)

Un mendigo escribe versos (ripios, más bien, pero cómo ser duro en la crítica con una persona que vive en la calle y que mantiene viva la llama de la poesía, la llama eternamente encedida, el fuego de los dioses) en la puerta de una librería porque espera que la gente sea más sensible a su esfuerzo, allí, sentado en el suelo, sucio y desconfiado, escribiendo a toda velocidad, como el último hombre de la retaguardia de la literatura, como el abanderado que abre el desfile de los ejércitos de la palabra. Pero la gente lo ignora sin dificultad porque en esta ciudad, los cerebros han desarrollado la capacidad de no ver lo que no quieren ver. Creo. Y el hombre sigue allí, escribiendo con una letra cuidada, como de caligrafía antigua, un verso tras otro. Yo le sonrío. A pesar de los versos malos. El me sonríe también a mí. Como si compartiéramos un secreto, como si fuéramos miembros de alguna clase de hermandad.
Y ningún periódico ha dado la noticia, pero hoy todos los grafitos de la calle Fuencarral han desaparecido. Y el único que recuerda que alguna vez estuvieron ahí soy yo. La gente me toma por loco cuando les pregunto por las pintadas, me miran con cara rara, pero a mí me obsesiona saber dónde han ido todos esos kilos de pintura. Y a lo largo de toda la calle pregunto a unos y a otros dónde están los grafitos. Y a lo largo de toda la calle, la gente piensa que he perdido el juicio. Yo no creo haber perdido el juicio. Nah. Qué va. Pero todos insisten en que nunca ha habido grafitos en esa calle, la mayoría incluso pretende no entender el significado de la palabra grafito. Como si estuviéramos en los años setenta. Algunos incluso creen que estamos en los años setenta. Pero a mí no conseguirán engañarme, no, no lo harán. Yo ya estoy escarmentado.
Me miro en un escaparate y sucede lo de siempre, la primera vez del día que miro mi imagen en el espejo siempre me sorprendo, siempre advierto que mi ropa está vieja y manchada y que mi pelo está grasiento y que tengo líneas de suciedad en la cara que señalan aún más las arrugas. Unas arrugas que yo no recordaba tener y que no sé de dónde han salido. Pero la sorpresa pasa cuando vuelvo a recordar las pintadas inexistentes, miro al cielo y, según parece, sólo yo puedo ver la inmensa nube multicolor que cubre la ciudad, a punto de descargar y de cubrirnos a todos con los colores del mundo. Y una señora con mantilla y vestida de negro me mira con asco aunque más tarde se acerca y me dice que si quiero una sopa caliente que, por favor, por favor, no dude en acercarme a la parroquia porque allí, unas cuantas señoras de la buena sociedad madrileña están haciendo un trabajo admirable para confortar a los más necesitados y están tan dedicadas a su labor que incluso el Generalísimo en persona condecoró a la Marquesa de Villaverde, una gran mujer, la encargada de la recogida de fondos para la caridad. Y la sopa no es gran cosa pero seguro que me sienta bien, según la señora, porque, además, es posible que tengan algo de ropa usada y que pueda tomar un baño y adecentar un poco mi aspecto, que vivir en la calle es duro pero si perdemos la dignidad lo perdemos todo y Dios nos mira a todos, hijos suyos amadísimos, desde el cielo. Veo entonces al mendigo que escribe versos, que pasa caminando deprisa mientras dos policías le siguen para pedirle la documentación y los policías van vestidos de gris y ahora que me fijo no se ve a nadie hablando por la calle con un teléfono móvil ni tampoco se ven demasiados coches ni hay cabinas de colores fluorescentes ni gente de otro color caminando por las aceras. Lo que sí hay son putas, pero no son rumanas ni nigerianas sino que parecen andaluzas y extremeñas y tienen cara de haber dejado poblachos perdidos en mitad de la nada con la esperanza de ser modistas en la capital o, el mejor sueño de todos, secretarias que escribían a máquina y también tienen todas cara de decepción por no haberlo conseguido y cara de hastío por tener que compartir sudor con tristes viajantes de medias de nylon que aún piensan que son el último grito en la moda femenina. Y miro a la gente y está muy claro quién tiene dinero y quién no lo tiene porque la diferencia en el aspecto entre unos y otros es mucho más nítida que ahora, aunque si soy sincero ya no sé en qué ahora vivo y estoy empezando a asustarme porque tal vez, quién sabe, la dirección en la que llevo los últimos dos meses no exista en este ahora y tal vez, quién sabe, yo ahora sea un niño de doce años que vive en Alhama de Aragón y que va al colegio con el Padre Damián y aprende los ríos de España y el glorioso día del alzamiento nacional y hace caligrafía. Aunque por otra parte, quizá todo esto sea una especie de milagro, la posibilidad de arreglarlo todo de una vez y lo que deba hacer sea viajar a mi pueblo para explicar al niño los pasos en la vida que no debe tomar. Y sobre todo, para prevenirle de que cuando encuentre a una mujer que se llama Clara, que cuando la encuentre, por Dios, que se cambie de acera y no vuelva a mirarla y también para decirle que no se aficione al alcohol, que no lo haga nunca y también para decirle: mírame, si no me haces caso, al final, serás como yo, porque, aunque no lo creas, yo soy tú. Creo. No sé. Estoy algo confuso.
Y prometo ante Dios que la borrachera de anoche será la última de mi vida. Lo prometo y entonces entro en una bodega, regentada por un hombre gordo con mandil que no parece chino e intento comprar un cartón de Don Simon pero no puedo porque el dinero es diferente y además no hay vino en cartones y entonces agarro un botella de vino barato y salgo corriendo y cuando me paro en una de las calles transversales, lejos del hombre gordo, me bebo la mitad con ansia porque ya no entiendo nada y lo que quiero es olvidarlo todo, pero, especialmente, olvidar la nube de pintura que vuela sobre nuestras cabezas y que caerá sobre nosotros como una maldición bíblica.

Y ya estoy mucho mejor.

jueves, junio 19, 2008

Vuelapluma

Que las palabras salgan directamente de mi cabeza sin tener que preocuparme del estilo, tan solo de escribir lo suficientemente rápido, de no cometer ningún error al teclear, que es lo que realmente me retrasa, porque quiero abrir la espita, el grifo, quiero dejar que las cosas salgan, todo. Los remolinos, las dudas, la confusión, el dolor, el cinismo, el desengaño, el pasado (esa entelequia), el futuro (esa entelequia). Qué pretensión la mía, ¿no?
La estampa que recuerdo con esta canción de Stererophonics y el desierto y un coche y el viento ardiente y el polvo. El aburrimiento terrible de vivir y para qué queréis la inmortalidad si no sabéis qué hacer una tarde de domingo. ¿Y que hacéis los que no tenéis pareja los domingos? ¿Qué hacéis? Mi amigo Moncho, tan buena persona y con hábitos tan poco saludables. Otra canción. Y otra imagen, esta mucho más antigua, subiendo en un Renault 5 camino de la sierra, de noche, con la sensación de transgredir algún código cuando, en realidad, pobre iluso, solo vas a echar un polvo. Y otra canción y una cama revuelta y sudor y saliva, no hace tanto de esa cama, no hace tanto. Y libros, muchos libros, una palabra detrás de otra. La sensación ilusionada del viernes por la tarde de hace quince años, esa que también salga. Y la de ahora: un fin de semana para descansar. Dormir, dormir, perder la conciencia y soñar y no recordar lo que has soñado. Y cuál será el mecanismo que marca que recordemos unos sueños y otros no. Seguro que los científicos tienen una explicación razonable o al menos una hipótesis y eso me tranquiliza porque qué fe nos va a quedar a nosotros, pobres descreídos, abandonados por dios -un dios inexistente pero al fin y al cabo, lo queramos o no, un dios que proporcionaba consuelo-, sino la ciencia. Aunque no importe. Ya sabéis que Goethe gritó luz, más luz en el momento de morir. Y un escritor que estoy imaginando, preocupado toda la vida por sus últimas palabras, las palabras que más tarde buscarán los eruditos -que como todos los fetichistas siempre me han parecido gente rara-, porque mi escritor es un gran escritor, muy reconocido, un gran pensador, todo un intelectual, que medita profundamente todo lo que dice a pesar de trabajar en la tertulia de una radio y al que preocupa sobremanera la imagen que se formará la Historia sobre él y sobre todo sobre su Obra. Y entonces va y dice: Mierda. Ja.

My mind is going

(elegía)

Mi ordenador no puede tragar los datos que vienen de la red a toda velocidad por el aire, lo oigo atragantarse, boquear intentando que el oxígeno llegue a sus inexistentes pulmones, protestar, gruñir. Mi ordenador está mayor. Y ya no puede más. Se ha cansado de tener que soportar mis insultos cuando va lento, mis textos con todas esas palabras que el pobre no entiende, unas detrás de las otras. Le he dado mala vida.

Nos hemos dado mala vida mutuamente. He pasado muchas horas ante la pantalla. Estudiando. Leyendo artículos. Trabajando. Muchas horas. He pasado muchas horas esperando correos electrónicos. Como antes esperábamos llamadas telefónicas que nunca llegaban, como antes del teléfono esperábamos el sonido de la bicicleta del cartero, como antes esperábamos al criado con el billete. Esperando.

Mi ordenador se asfixia. Lo oigo luchar por conseguir un poco más de tiempo. Mi ordenador se apaga poco a poco, se extingue, se acaba.

¿Qué estás haciendo Dave? ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?

HAL: I'm afraid. I'm afraid, Dave. Dave, my mind is going. I can feel it. I can feel it. My mind is going. There is no question about it. I can feel it. I can feel it. I can feel it. I'm a... fraid. Good afternoon, gentlemen. I am a HAL 9000 computer. I became operational at the H.A.L. plant in Urbana, Illinois on the 12th of January 1992. My instructor was Mr. Langley, and he taught me to sing a song. If you'd like to hear it I can sing it for you.

Dave Bowman: Yes, I'd like to hear it, HAL. Sing it for me.

HAL: It's called "Daisy."

[sings while slowing down]
HAL
: Daisy, Daisy, give me your answer do. I'm half crazy all for the love of you. It won't be a stylish marriage, I can't afford a carriage. But you'll look sweet upon the seat of a bicycle built for two.”

2001: A Space Odissey

Así vivimos todos. Atravesados de bits. Ensartados de información. Gracias a ellos. Un minuto de silencio, por favor.

Trabajo

Se despertó completamente descansado. Se desperezó con gusto, se rascó los testículos en un movimiento reflejo del que no fue consciente, se incorporó en la cama y encendió la luz. El día anterior había alineado la ropa en el perchero especial que tenía en el cuarto de baño: la camisa en la percha para que no quedaran arrugas, los pantalones doblados con cuidado, la corbata de seda encima de la camisa. En fin, lo habitual. Le gustaba ponerse la ropa en orden y contemplar su imagen en el espejo. Le hacía sentirse mejor.

Después de atarse los cordones de sus zapatos italianos y de echar el último vistazo al espejo, salió de casa silbando, mal, una melodía que se le había quedado adherida mientras oía la radio al afeitarse. Todo parecía en su sitio. El día estaba seco y luminoso, un poco frío, apenas había nadie en la calle y empezaba una nueva semana.

Bajó al garaje donde guardaba su coche, saludó al vigilante nocturno, que en ese momento se encontraba terminando el turno y preparándose para ir a casa, y se metió en su coche. Arrancó y puso música. Una suite de Mozart que los lunes le parecía la mejor manera de empezar la semana. No había nada que se pareciera a aquella música. Moviendo la mano derecha como si fuera un director de orquesta, se introdujo con fórceps en el atasco y se dedicó a organizar mentalmente las tareas que tenía pendientes en el trabajo.

Tenía la semana complicada. Por más que intentaba organizarse la agenda, había un par de asuntos a los que no encontraba hueco. Quizá todo se debiera a que no los encaraba con gusto y procuraba retrasarlos, de ahí sus problemas para encontrarles un lugar libre en su agenda. Aunque también era cierto que había resuelto una gran cantidad de asuntos parecidos en los últimos cinco años. Por eso no se explicaba por qué en esta ocasión le estuvieran preocupando de aquella manera.

En fin, torturar prisioneros siempre le resultaba difícil. Pero prefería no engañarse. Aquel era su trabajo y era capaz de hacerlo mejor que nadie, algo de lo que se sentía muy orgulloso. Aquel curso que había seguido de técnicas de interrogatorio en los Estados Unidos le había venido muy bien a su carrera. El mérito no era todo suyo, la verdad. Cuando era niño su padre había insistido mucho en que siempre había que hacer el trabajo lo mejor que uno pudiera. Y él se limitaba a aplicar esa moral obrera. La moral de un activista chileno de los derechos humanos, orgulloso de haber conseguido que dos de sus hijos fueran los primeros licenciados universitarios de la familia.

viernes, junio 13, 2008

Persianas

A través del cristal se puede distinguir una silueta. Hay alguien mirando y su figura se recorta contra la luz del cuarto. Si fuéramos nosotros los que observáramos ocultos tras la ventana tendríamos una imagen nítida de la ventana del vecino y, enmarcada en esa ventana, podríamos ver a una pareja follando. Todos los martes y un jueves de cada dos, una pareja se despoja de la ropa, se muerde, se acaricia, se agarra y se revuelca en el sofá que hay en el centro del salón, justo detrás de la ventana sin cortinas. Todos los martes y un jueves de cada dos, el observador pone una silla cómoda en el balcón, corre la cortina y se pone a disfrutar del espectáculo.

Hace mucho tiempo que el mirón no está con una mujer. Cuando ya no puede aguantar más, va al puticlub en el que trabaja una vieja conocida. Pero no puede permitírselo muy a menudo. Su pensión no le da para mucho y, a pesar de vivir en un piso de renta antigua, no puede pagarse una puta cada vez que le apetezca. Un hombre debe aprender a controlarse cuando llega a cierta edad. En eso todo el mundo parece estar de acuerdo. El hecho de que el deseo no disminuya con los años, que solo sea el cuerpo el que ya no responda, no parece tener importancia para los demás, claro. Pero gracias al vecino generoso, que no tiene cortinas y que tiene el detalle de cambiar de pareja a menudo, sus semanas pasan ahora más amables.

Lo que el mirón no sabe es que no está solo. Hay otros cuatro vecinos con una buena perspectiva de la ventana que también conocen la costumbre de los martes y los jueves alternos. Otros cuatro vecinos, ya jubilados, con su mismo deseo insatisfecho, su misma silla cómoda, su mismo piso de renta antigua y su misma nostalgia por el calor de la sangre que él. Vecinos a los que el mirón saluda por la calle porque llevan viviendo en el barrio tanto tiempo como él. Vecinos a los que, de hecho, nunca se atrevería a hacer ningún comentario aunque supiera que todos ellos comparten la afición a mirar por esa ventana. Esas cosas pertenecen a la intimidad de cada uno y él es un hombre educado en valores que ya han pasado de moda.

Los empleados municipales que encontrarán el cadáver dentro de unos días intercambiarán más de una mirada de inteligencia entre ellos. Los cadáveres en general siempre están despojados de dignidad pero hay ocasiones en los que eso es aún más evidente. Esta será una de ellas. Habrán encontrado al anciano con los pantalones en el suelo, sentado en una silla, con su miembro flácido (rígido al fin, gracias al rigor mortis) en la mano, con los ojos muy abiertos fijos en la ventana. Todos estarán de acuerdo en que se tratará de un infarto. Con esa edad, la muerte puede sobrevenir en cualquier momento.

En esa misma semana, los empleados municipales encontrarán cuatro cadáveres más en una situación parecida. Todos ancianos a los que la muerte habrá sorprendido masturbándose mientras miraban con atención a través de la ventana. Algunos se ocultaban detrás de una cortina, otros parecían observar por agujeros estratégicamente realizados en las persianas, pero todos miraban hacia el mismo lugar. Todos miraban la misma ventana de la tercera planta del número 7 de esa calle. Después de realizar la autopsia —autorizada por el juez por el número de muertes en circunstancias parecidas— comprobarán además que los fallecimientos se han producido el mismo día y aproximadamente a la misma hora.

Todos los ancianos habrán muerto a la vez el martes 18 del mes en curso, a las 11.30 de la noche, más o menos. Los encargados del caso no acaban de explicarse el suceso y siguen investigando. A los forenses tampoco se les ha pasado por alto la expresión de placidez de los ancianos en el momento de su muerte. Como si hubieran muerto de felicidad.

miércoles, junio 11, 2008

Estacas

Las estacas del antiguo embarcadero soportan el viento de la playa desierta. A lo lejos, un barco maniobra para fondear. Una lancha rápida surge del barco y se dirige hacia la orilla. Probablemente sean traficantes de droga, decides. Traficantes de droga que van a hacer un intercambio. Televisión y algo de experiencia propia: los intercambios ilegales de cualquier cosa son siempre rápidos y discretos, llegar, solucionar el negocio y marcharse rápido. Será algo parecido. Lo raro de la situación es que hay un coche de la guardia civil detrás de la duna. Parece que la historia se complica para los traficantes. Nah. Los dos guardias civiles están vigilando para que todo salga bien. Quien paga manda. Y ellos realmente no están allí. Han dicho en la casa cuartel que iban de ronda por las playas a vigilar los posibles desembarcos de droga. Y eso es lo que están haciendo.

La pantalla empieza a acumular nieve y de repente no se ve nada. ¿Qué habría pasado? Si volviera la imagen, seguramente se produciría un tiroteo. Los guionistas siempre hacen que los intercambios de droga salgan mal aunque eso, en realidad, no ocurra casi nunca. Si la policía llegara a tiempo más a menudo no veríamos a gente tan nerviosa por la noche. Es posible, por tanto, que el intercambio se realizara correctamente y que de tiroteo, nada. Tal vez los guardias civiles comentaran la jugada con el Negro, un viejo conocido de un pueblo pesquero cercano. Tal vez compartieran unas rayas de cocaína pura sobre el capó del coche mientras hablaban de algo. Los guardias podrían haberle comentado al negro que un conocido suyo, el Andrés, los tenía fritos, que estaba perdiendo pie y que los vecinos comenzaban a protestar, que debía hablar con él para decirle que las farras y las armas no eran buenas compañeras, que si seguía por ese camino, al final no iban a tener más remedio que darle un escarmiento.

El Negro vuelve entonces hacia el pueblo, meditando sobre la mejor manera de decirle a su amigo que la guardia civil le ha llamado la atención, que la última juerga, con aquella bronca en el puticlub, había sido demasiado. Pero el Negro tiene miedo porque su amigo está desquiciado y últimamente no piensa con demasiada claridad. Lleva dos años consumiendo un gramo diario de coca y se ha vuelto un tipo con muy malas pulgas. Como consecuencia de la paranoia, siempre va armado. El también, así que eso no supone ningún problema. Simplemente, no tiene ganas de tener cuestiones con la guardia civil en el pueblo ahora que ha conseguido este bisnes tan guapo. Si consigue aguantar dos años más, se retira. Si consigue ganar otros cien mil euros, ya ha pensado dónde comprar una casita. Lejos de allí, claro. Bien lejos de toda aquella mierda. En un sitio con playa y con mulatas. Y pasar el resto de la vida con una barquita, paseando a turistas y buceadores.

Estaría bien que el Negro consiguiera retirarse, que se enamorara de una mulata, que la vida lo tratara bien. Me cae bien a mí este tipo, delgado y fibroso, tan moreno como alguien de la otra orilla, con el pelo rizado y la nariz griega.

Pero se va la luz y la pantalla de la televisión se queda gris. Como todas las pantallas apagadas. Como todas las historias inconclusas.

Universo

"Pero por otra parte, nuestro universo, aunque macroscópicamente parece fluir en un movimiento continuo y armonioso, es la superposición de un sinfín de pequeñas singularidades, del mismo modo que nuestro planeta, una esfera casi perfecta visto de lejos, presenta una topografía sumamente compleja cuando nos acercamos a su superficie."
Enrique Zuazua. El momento de las Matemáticas.


Ahí queda eso. Casi nada.

lunes, junio 09, 2008

Max

En el sureste español hay un desierto. Uno de verdad, con dunas y colinas pedregosas sin vegetación, con escarabajos que corretean entre la arena y agaves, que es como los mexicanos llaman a las pitas. Las pitas son de las pocas especies de plantas preparadas para sobrevivir allí, a la orilla del mar. Pertenecen a la familia de las cactáceas, plantas con tallos gruesos, con hojas que la evolución transformó en espinas, con flores delicadas, vistosas y efímeras, y con frutos jugosos. En México se destilan tequila y mezcal a partir del agave pero en España sólo se hace aguardiente.

Como en todos los desiertos, en el del sureste español vive gente bastante extraña. Gente que ha decidido privarse de la contemplación de un paisaje fresco y verde. Gente que, de alguna manera, ha decidido mirar el atardecer sobre las colinas desnudas como si se tratara de algo esencial. Y tal vez lo sea, ¿quién sabe? Gente limítrofe, que debe aprender a ahorrar agua y para ello imita a la naturaleza y habita viviendas semienterradas.

En el desierto del sureste español había un hombre que decía ser alemán, con la piel ya morena y curtida por la intemperie, y que tenía antes un museo al que solo se podía acceder después de hacerle un retrato. Aunque el visitante no supiera dibujar, debía realizar el retrato para poder admirar la colección de objetos recuperados del mar, blanquecinos y llenos de sal. El hombre ya murió y no dejó testamento ni última voluntad porque qué sentido hubiera tenido entonces haberse convertido en los setenta en un ermitaño marino dispuesto a vivir solo con los objetos traídos por el agua. El hombre no creía en la propiedad privada y murió como había vivido, sin nada que poder regalar. Si lo pensamos, es admirable morir como se ha vivido, sin dejar que el miedo nos cambie. El caso es que el alemán era famoso en la zona y ahora está muerto y las cosas que recuperó en la costa durante treinta años han vuelto al mar, de una manera u otra. Lo sé porque yo fui su amigo durante los últimos años. Se llamaba Max.

Max murió un seis de julio hace tres años. Desde entonces, yo y un par de personas más que nos considerábamos buenos amigos suyos le recordamos el día de su muerte consumiendo peyote. Según las tradiciones del pueblo Huichol, la planta sagrada surgió de las huellas ensangrentadas de un dios, fugitivo y perseguido por los hombres de la tribu. En México y el sur de Estados Unidos la han consumido de forma tradicional durante cientos de años, pero Jim Morrison escribió algunos versos arrasado por sus efectos y desveló su secreto. Hasta que nuestro alemán muerto plantó peyote y lo cuidó durante treinta años con cariño, esa planta no crecía en España.

Todo está trascurriendo mucho más lentamente, todo está teniendo su propio tiempo, todo está desecándose y cubriéndose de salitre poco a poco. Puedo escuchar el ruido que hace la sal depositándose sobre las plantas, puedo oír el concierto de los granos de arena transportados por el viento, crujiendo como si el cielo estuviera hecho de seda, noto como se eriza mi piel, puedo ver la música, de colores, moviéndose armónica como un charco de aceite agitado por el viento. Este desierto tiene playas de arena entre rocas, con peces, pulpos y sepias a tres metros de profundidad, y resulta extraño oír nuestro propio corazón mientras contemplamos los movimientos espasmódicos de los animales marinos. Bum. Bum.

Max, te echamos de menos. Aunque estuvieras completamente loco.

jueves, junio 05, 2008

Amigo

Mi mejor amigo tiene la mala costumbre de subrayar los libros una y otra vez hasta que los pasajes quedan ilegibles. Lo curioso es que muestra un extraño talento en esta selección pues los pasajes sin marca, situados entre dobles y triples subrayados de colores, son los que yo encuentro, indefectiblemente, los mejores del libro. Durante un tiempo me estuvo preocupando esa extraña simetría. Las cosas en la naturaleza no suelen comportarse así. Por eso decidí hacer una prueba.

Un buen día leí por mi cuenta el mismo libro que mi amigo estaba maltratando con su habitual dedicación y anoté en un cuaderno el número de página y de párrafo de los fragmentos que más me habían gustado. Cuando mi amigo terminó de leer, tomé su ejemplar con curiosidad y comprobé (me lo temía) que había dejado sin marcar sólo aquellos párrafos que yo había seleccionado. Entonces sentí miedo. Inventé una excusa poco convincente y escapé de allí.

Salí a la calle, di unas vueltas por el barrio y, ya más tranquilo, volví a mi casa. Pero no fue fácil dejar de pensar en ello. Ni un solo párrafo de diferencia, ni uno solo. Debía encontrar una explicación. Intentar encontrar explicaciones a lo que no entiendo es algo que forma parte de mi naturaleza. O al menos eso le digo a mi psiquiatra. Me gusta darle vueltas a los problemas desde distintos puntos de vista e intentar ponerme en el lugar de los demás.

Por ejemplo, a veces me gusta imaginar que me convierto en alguien completamente opuesto a mí. Alguien que sería como una especie de negativo fotográfico de mi personalidad. Alguien a quien le gustarían las mujeres delgadas y rubias, la cerveza americana y las novelas de éxito. Cuando se lo conté al psiquiatra me dijo que eso nos pasa a todos y que no es motivo de preocupación, que es normal, que todos soñamos con ser otros diferentes, que todos nos hartamos de ser siempre los mismos, que esa pulsión late en muchas de nuestras adicciones.

Yo le dije que estaba de acuerdo y que me había convencido, que, en realidad, aquello no era tan raro. Pero cuando volví a casa, de nuevo comencé a pensar en la maldita cuestión de los subrayados. No hago más que darle vueltas una y otra vez. Me preocupa cada día más. Durante toda la semana no he podido pensar en otra cosa. No puede tratarse de una casualidad. A ver si consigo hablar con mi mejor amigo del tema porque, últimamente, cada vez que lo busco, ha salido a hacer algo. Por más que lo intento no consigo verlo.

Además, cuando lo llamo al móvil siempre comunica.

domingo, junio 01, 2008

Samurái

El Camino del Samurai está en la muerte. Es necesario meditar cada día sobre la muerte inevitable. Tener cada día, el cuerpo y el espíritu en paz. Hay que meditar sobre la muerte: rasgado por flechas, piedras, lanzas y espadas. Cogido por grandes olas, precipitado al corazón de un gran fuego, golpeado por el relámpago, aplastado por un gran terremoto, cayendo de una roca, morir por una enfermedad o cometer un 'seppuku' en la muerte de su maestro. Cada día sin excepción, hay que considerarse muerto. Esta es la sustancia del Camino del Samurai.

(Forrest Whitaker en Ghost Dog de Jim Jarmush, recitando las enseñanzas del Bushido.)

El despertador suena a las seis y media de la mañana y vuelvo a pensar, como todos los días, que debería acostarme antes de las once. Pasan diez minutos en los que, ya despierto, trato de abrir los ojos. Suena el despertador por segunda vez. Me levanto y voy hacia el baño. Me afeito, me lavo los dientes, me enjuago la boca con colutorio, me meto en la ducha. El agua caliente me sienta bien. Al llegar a la oficina, leeré el correo, bajaré a tomar el primer café de la mañana con un libro, subiré y me sentaré delante del ordenador. Si hay algo urgente que hacer, lo haré y si ese no es el caso, ojearé el periódico y trabajaré en algún proyecto pendiente.
Los días pasan de forma casi imperceptible, acumulándose sobre mi espalda sin esfuerzo. Estoy algo triste pero no le doy importancia, he aprendido que ese sentimiento pasará y que basta con aguantar un par de días para volver a la rutina. Casi diez años trabajando en esta oficina. A veces pienso que mi vida se ha detenido y que no consigo encontrar el interruptor para volver a ponerla en marcha. A veces pienso que el problema es la dirección. Que lo que no consigo encontrar es el volante. Pero la mayoría del tiempo no pienso demasiado sobre ello. Vivo solo y me he acostumbrado a no hablar con nadie al llegar a casa. Me he acostumbrado a leer a autores muertos. A ver películas antiguas. Me he acostumbrado a abstenerme. Ese es el camino.

Un día sonará el teléfono y tendré que cumplir una misión. El trabajo que soy. Ese día, me encaminaré a la sección de personal y pediré un par de días libres. Casi nunca lo hago, así que me los darán. Llamaré a mi agente de viajes para el billete de avión. En casa, prepararé una mochila de viaje. Pondré el despertador mucho antes, me prepararé. Llamaré un taxi, que me llevará al aeropuerto. Volaré y llegaré a cualquier ciudad del continente. Tomaré otro taxi que me conducirá a mi hotel, siempre discreto y de categoría media. Me tomaré dos tragos de ginebra. Me ducharé. Buscaré la dirección que me han proporcionado. Arrancaré una vida y lo haré con respeto. Matar es importante pero no es lo más importante. No soy un carnicero. Puede que a la gente que me paga no le importe. A mí sí. Volveré al hotel. Me ducharé de nuevo, haré la maleta, revisaré la habitación con cuidado. Me despediré en el hotel con una sonrisa. Volveré a casa. Sentado y en silencio, meditaré profundamente. Daré gracias por poder servir a mi señor, presentaré mis respetos a mi enemigo, al que habré puesto en brazos de la muerte. Pensaré en mi honor, en si se ha mantenido limpio, analizaré mi proceder y decidiré si ha sido digno. Me sentiré en paz porque habré podido cumplir mi objetivo una vez más y, más tarde, prepararé la corbata del día siguiente.

El camino del samurái.