Cuando yo era pequeño había niños con doce años duros como
piedras, que no rehuían la pelea y que eran de capaces de limpiarse la sangre
de la boca sin echar ni una lagrimita, niños a los que los demás admirábamos y
que, probablemente, ya hayan muerto: tirados de cualquier manera encima de un
colchón viejo antes de cumplir los veinte años o, cerca de los cincuenta, en
pago a todos los excesos.
Alguno habrá vivo, supongo, y algunos días se levantará
añorando el momento de gloria al que accedieron prematuramente, antes de llegar
al instituto, y que les convirtió en los reyes del colegio, como si se tratara
de futbolistas precoces que lo ganaron todo antes de cumplir los treinta años y
pasan el resto de su vida rememorando el instante preciso en el que la pelota
entró por la escuadra en aquella final.
Pero entonces eran los que conocían los secretos de la vida
adulta antes de tiempo, los que sabían fumar y hacerse pajas y disfrutaban
haciéndolo, no como los demás, no como yo, que me afeitaba como mero rito
privado de iniciación. Eran el peligro y la atracción de la vida adulta, la
intuición de una época en la que todo sería más pleno, más importante, con más
consecuencias. Eran duros como piedras y eran nuestros putos ídolos.
Ahora, con dos hijos pequeños, resulta extraño recordarlos. Me
pregunto si mis hijos llegarán a tener ídolos como aquellos, si seguirán existiendo
niños sin miedo que no rehúyen los golpes y que miran el futuro con lentes
precoces, dispuestos a todo, sin guardar fuerzas para el viaje de vuelta.