domingo, abril 29, 2007

Ruina

Estoy aquí, en un hotel y miro el estampado de flores del papel de la pared. He tomado una decisión irrevocable. Me voy a matar. Estoy mezclando el cianuro que he comprado con el whisky que he pedido en recepción. He elegido el cianuro y el whisky porque me parece una mezcla con estilo.

Supongo que estarán interesados en mis motivos. Todo el mundo pregunta por los motivos de las acciones. No creo que tengan mucha importancia. Pero supongo que siempre están ahí. En mi caso, el motivo es bastante vulgar: la ruina.

Invertí todos mis fondos en los valores equivocados. El café se desplomó y ahora, en lugar de millones sólo tengo papel mojado. Mi vida es complicada. Tengo muchos gastos: dos exmujeres a las que debo pasar una pensión, dos hijos en colegios británicos, una amante que me sale muy cara y muchas cuentas pendientes con el sastre.

Sé que algunos de ustedes, bienintencionados, se estarán diciendo que todo se puede superar. Y quizá lleven razón. El dinero sólo es dinero.

Pero no soporto a mis exmujeres. Ni tampoco a mis hijos. Es inútil engañarse a estas alturas. Y, afortunadamente, las deudas también se heredan en este país.

miércoles, abril 25, 2007

Arabesco

Tal y como dice Cortázar ahora es una palabra absurda y evanescente. Cómo va a existir un ahora que no se consuma en el mismo momento de pensarla, de decirla. Ahora ya no es ahora sino hace un momento. Y es imposible detener la narración (que tiene su propio tiempo) en un momento concreto, aunque ese momento sea ahora.
Ahora hay una estampa fija e inmóvil, como una fotografía hecha de evocaciones, la imagen de un niño que come un helado con cara de satisfacción, en pantalones cortos y con manchas en la camiseta de algodón, con unas zapatillas de deporte de marca y con los rasgos de una niñez que se pierde a marchas forzadas, una niñez que en un año se volverá contra sí misma o en dos. Ahora.
Y ahora la estela blanca de un motor de avión en el aire y las nubes atravesadas por esa nube intrusa y artificial y el cielo es rosáceo y azul y poco verde también. Ahora la estructura de cuatro rascacielos se recorta en el horizonte y ahora el ritmo de las olas rompiendo contra la playa de guijarros moja con agua turquesa (transparente) mis pies y ahora una minúscula araña ha tejido un hilo invisible en una esquina de la habitación y cuelga del aire como un santón budista y ahora una lágrima cae suavemente por la mejilla de mi compañera de asiento en el avión. Ahora.
Y ahora los taxis parecen combatir por los recién desembarcados y entro en un coche que no es blanco sino de otro color y llego a una ciudad que no es la mía sino la de otros y me alojo en una casa en la que no he estado antes y ahora ya no es ahora sino después, justo el momento en el que estás después de haber leído este fragmento. Ahora.
Y tal y como dice Cortázar ahora es una palabra absurda y evanescente. Cómo va a existir un ahora que no se consuma en el mismo momento de pensarla, de decirla.

martes, abril 24, 2007

Signos

Si fueras un signo de puntuación, serías unos puntos suspensivos entre paréntesis. Todos lo seríamos. Qué es la vida sino unos puntos suspensivos entre paréntesis. Tres puntos suspensivos (¿recuerdas el enigma de la esfinge?) entre paréntesis.

Nada por aquí (...) nada por allÁ.

lunes, abril 23, 2007

Vecino

Por fin, tras demasiados años de alquiler, había podido comprar su primera casa. La había comprado sobre plano, había ahorrado durante algunos años para poder pagar las cuotas que la constructora pedía para así construir sin arriesgar dinero y ahora, después de tanta espera, tenía las llaves en su poder.

Cuando pasaron los meses de visitas a las tiendas de muebles y de fiestas de inauguración pudo comprobar que los tabiques que separaban su apartamento del contiguo eran tan finos que podía escuchar las conversaciones de su vecina sin dificultad. Descubrió (ahora que ya era tarde, ahora que ya sabía que acabaría de pagar aquel piso cuando tuviera setenta y cinco años) que podía oír cómo su vecina hablaba por teléfono, cómo se encendía y apagaba su ordenador, cómo le gustaba gritar durante el sexo. Cada día, al abrir la puerta de su casa, sabía los ruidos que se enredarían con su rutina pulcra y solitaria.

Su vecina era una mujer en la treintena a quien sus frecuentes fracasos amorosos convertían en un animalillo penoso y llorón que hablaba (o más bien hipaba) al teléfono más o menos una semana de cada tres o cuatro meses. En los días siguientes a esa llamada desesperada, la vecina se amoldaba a una rutina que la mantenía alejada de la calle durante un par de semanas. La televisión funcionaba sin descanso, una película tras otra, durante todo el día; y si no era la televisión se trataba de la radio. Hasta que una tarde se la escuchaba tararear y taconear con prisa y cerrar la puerta con más fuerza de la necesaria. Entonces volvía a comenzar el ciclo del tarareo, la música, las palabras susurradas y las sesiones de gritos nocturnos.

Lo soportó cuanto pudo. Al principio, lo comentaba a sus amigos como un detalle curioso pero poco a poco aquellos altibajos habían podido con él. Oírla arrastrar los pies por la casa y llorar calladamente era algo que lo sacaba de sus casillas (¿cómo podía una persona no acorazarse un poco con cada fracaso?), pero el alegre taconeo no mejoraba mucho su humor (¿cómo podía una persona ilusionarse siempre tan ciegamente?). Y lo que más le molestaba de todo era la periodicidad con la que se repetían los ciclos: tres o cuatro meses, una semana, dos semanas, tres o cuatro meses, una semana, y de nuevo dos semanas. Y así. Sin descanso.

Durante dos años ahorró el dinero necesario para insonorizar su vivienda. Los obreros fueron eficaces y consiguieron acabar el trabajo en un mes, un período de tiempo que tuvo que pasar en casa de su familia. El día que volvió a su casa pensó que tantas molestias habían merecido la pena: ni un susurro le llegaba de la casa contigua, ni un sonido metálico en la cocina, ni la cantinela del ordenador y, lo más importante, se acabaron los hipidos y los gritos para siempre.
Reconfortado, estiró las piernas en el sofá, puso música en el equipo al nivel mínimo y pensó que merecía la pena pagar un poco más por un trabajo bien hecho.

Tres meses después se descubrió acercando el oído a la pared del salón.

Vonnegut (Homenaje)

Las cenizas se desperdigan, impulsadas por un viento caliente. Proceden de edificios que se construyeron para que duraran mil años y que han acabado durando sólo diez. El fuego ha arrasado la ciudad (Dresde, era su nombre, antes de la lluvia de fuego). Hay un olor extraño en el aire, viscoso y repugnante, como a carne asada.

¿Era necesario?, después de todo lo que ha pasado en los últimos cinco años, ¿era necesario?

Mientras tanto, el humo que sigue saliendo de muchos barrios parece haber formado en el aire las palabras: "So it goes."

lunes, abril 16, 2007

Domingo

Cuando llegué a casa, no necesité abrir la puerta con cuidado para no despertar a nadie porque nadie duerme en mi casa cuando yo no estoy. Entré y me senté en el sillón; me tomé un trozo de chocolate y miré un publirreportaje de esos en los que el público aúlla cuando sale al plató un actor venido a menos completamente desconocido en España. El mundo es un lugar extraño, escribí en mi cuaderno. El anuncio presentaba un aparato que servía para endurecer la musculatura de la barriga. Miré mi barriga. Descarté que aquel aparato me sirviera de algo. Cambié de canal y descubrí que era muy tarde: tan tarde que incluso las cadenas locales que emiten pornografía ocho horas al día habían cambiado de programación y empezaban de nuevo con los videntes. Al mirar por la ventana distinguí una línea luminosa detrás de los edificios. Estaba amaneciendo.

Me lavé los dientes y decidí no acostarme. Bajé a la calle y caminé diez minutos hasta llegar al quiosco que vende prensa las veinticuatro horas al día. Compré dos periódicos y les eché un vistazo. Nada digno de mención. Pensé que las noticias de una semana se reciclan en la siguiente, como si Dios o el azar fuera un ordenador que ha entrado en un bucle del que no sabe salir. Bah. Es muy tarde, no hagas caso. Llamé por teléfono y me contestó una máquina. Pulsé el uno y luego el tres y la voz de una mujer sonó al otro lado. Acordamos el precio y me senté a esperar. Cuando la mujer llegó, yo estaba dormido. A pesar del café que me había preparado y de los periódicos, no conseguí mantener los ojos abiertos. Abrí la puerta recién despierto y una mujer de piernas largas y pechos pequeños me sonrió. La hice pasar.

Ella se desnudó y se puso delante de mí un conjunto de ropa interior negro y lleno de encajes que realzaba su figura. Tal y como hacía siempre que la llamaba. Yo también me desnudé. Nos metimos en la cama. La besé con cariño y le acaricié la nuca y los lóbulos de las orejas y, como casi siempre, me quedé dormido mientras me acariciaba el pelo. El dinero, algo que habíamos acordado tiempo atrás, estaba encima de la mesilla de noche. Bien visible.

Cuando me despertó su beso pude notar el olor del café recién hecho. Me senté en la mesa y admiré el mantel perfectamente puesto, los huevos revueltos en su punto y las tostadas doradas. Los periódicos estaban doblados y crujientes a un lado. Había flores frescas en un jarrón en el centro de la mesa.

Iliana me dijo hasta la próxima cariño, me besó en la frente, abrió la puerta y se marchó.

viernes, abril 13, 2007

Primavera

Ayer llegó la primavera a mi casa. Las patatas rancias de la alacena parecían querer escapar de la cesta desplegando filamentos como dedos vegetales, una mosca gorda y perezosa comía de una fresa olvidada y un rayo de sol entró oblicuamente de la calle durante un segundo haciendo brillar el color de la tarima. Creo que no es necesario decir más.

O quizás sí: la mujer de la foto en la pared, que normalmente es una compañía muy tranquila, me miró de forma insinuante durante un instante y aunque se tratara de algo muy rápido y casi imperceptible, me di perfecta cuenta de sus intenciones.

No hice caso y Octavio Paz siguió diciendo voy por tu cuerpo como voy por el mundo y que bien mirado no somos, nunca somos a solas sino vértigo y vacío.

Pero cuando esta mañana he contemplado mi imagen desnuda en el espejo, he encontrado una marca en mi pecho que tenía la forma de unos labios.

Tal vez sea la primavera. No lo niego.

lunes, abril 09, 2007

Paisaje con flor de cerezo

La flor del cerezo tiembla aterida por la nevada inesperada. Sabe que sus horas están contadas.

Pero, afortunadamente, los escritores japoneses capturaron su belleza hace ya mucho tiempo:

El niño ciego
guiado por su madre
frente al cerezo en flor.

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Noche de otoño
Y en el jardín de los cerezos
la soledad duerme.


Una belleza fugaz. E inútil.
Como todas.

miércoles, abril 04, 2007

Dudas

Los chirridos del somier en la planta de arriba no cesaron en toda la noche. A pesar del sueño acumulado y del ruido que no me dejaba dormir, no pude evitar sentir admiración por esa pareja capaz de follar durante todo aquel tiempo, con mínimos descansos de 5 minutos entre las sesiones de sexo.

Aquellos sonidos rítmicos me trajeron a la cabeza una noche especial en la que yo también había pasado mucho tiempo sin dormir, en la piel de otra persona y sin saber como salir. El recuerdo me calentó pero masturbarme me pareció algo demasiado obsceno: me cruzaba con los vecinos a diario y aquello no estaría bien. No me apetecía sentir vergüenza cada vez que me los encontrara en las escaleras.

Y sin embargo, a partir de entonces, cada vez que los veía notaba como mi cara intentaba volverse roja. Como si yo fuera una niña de 14 años que no pudiera controlar sus propias emociones ante el chico más guapo del instituto, o un primerizo aterrado en su primera visita a un burdel.

Aquella noche de sexo se había quedado conmigo y no me abandonaba. El almizcle, el sudor y la saliva se habían propagado como un niebla de metano por el bloque de apartamentos y, desde entonces, no hago otra cosa que pensar en ella. Y en mí.

Escuchar a Antonio y a Manuel practicar el sexo ha removido algo que no sabía que se encontrara en mi interior.

domingo, abril 01, 2007

Obsesión

El hombre que se miraba al espejo estaba obsesionado y lo sabía. El motivo de su obsesión, además, le daba vergüenza. Como si fuera culpa suya y no algo que estuviera en sus genes, algo que se había presentado de improviso sin su intervención. Así que trataba de ser discreto y no dar pistas. Nunca hablaba de ello con sus amigos ni con sus compañeros de trabajo. No había nadie en el mundo que lo supiera. Nadie. Y era mucho mejor que siguiera sin haberlo.

A veces se sentía tan vencido que pensaba en dejarse llevar. Que el viento se lo llevara todo por delante. Que las cosas acabaran de una maldita vez. Porque sabía que, tarde o temprano, a pesar de la voz interior que luchaba contra aquella idea, aquello sucedería. Daría lo que fuera por evitarlo (lo que fuera) pero la verdad es que hacía mucho tiempo que, en su interior, había aceptado la derrota.

Recordaba muy bien cuando lo supo con seguridad. No había sentido nada. Se había quedado mirando los árboles en la ventana un buen rato, inmóvil, sin pensar en nada, sin sentir nada. Como si lo que le acababan de comunicar (allí en aquella letra de molde tan elegante, en aquel papel de cartas grueso y de color crema) no tuviera ninguna importancia. Había pasado casi una hora mirando los árboles sin verlos, o viéndolos sin mirarlos, lo mismo daba una cosa que otra. Y después había pensado que quizá sucediera, que eso no lo negaba, pero que la existencia de una posibilidad, por remota que fuera, era suficiente para él.

Ahora sin embargo, después de todo el tratamiento, la evidencia se le apareció más cruda que nunca.

Ya tenía coronilla. La calvicie estaba a la vuelta de la esquina.