No sabemos qué es el cerebro. Sabemos mucho más que hace
treinta años sobre su funcionamiento. Sabemos que la voz que nos habla desde su
interior está en el propio cerebro y que cada vez que recordamos, recreamos el
recuerdo, lo cambiamos, le añadimos detalles y texturas. Pero no sabemos mucho
más, la verdad.
Stendhal se desmayó por no poder asumir tanta belleza en la basílica
de la Santa Cruz en Florencia y a partir de entonces, esa sofocación ante lo
hermoso se denominó “Mal de Stendhal”. Yo estuve en aquella basílica. Era
hermosa, sí.
No sé por qué me acuerdo de esto ahora. También me acuerdo
de una casa estrecha en el Albaicín de Granada, una casa con una escalera tan
angosta que me costaba pasar por ella a mis 26 años y con una ventana cuadrada
desde la que se veía la Alhambra como si fuera un cuadro, la casa de una amiga
a la que iba de vez en cuando a hablar de cosas que ya formaban parte de mí (libros, cómics, películas, canciones y grupos, estilos
musicales, qué decían las letras de las canciones en inglés: mi amiga era
traductora y entendía lo que cantaban los grupos que me gustaban), una casa que
ha permanecido en mi recuerdo como la casa perfecta que hay que tener a los 25
años, a pesar de su incomodidad, de su estrechez y de su frío. 25 años. Joder.
Me acuerdo de un profesor con los dedos muy largos con el
que aprendí mucho. Me acuerdo de las noches compartidas de estudio con mi ex
mujer.
Me acuerdo de mis primeras impresiones de Madrid. De mi
primer trabajo aquí, de cómo me puse orgulloso una corbata el primer día para
ir a la oficina (cantaban Los Enemigos en Septiembre: “Voy a estrenar corbata
hoy./Por fin haré algo de verdad./¡Qué feliz soy!” y daban en el clavo, ni
corbata, ni hacer algo de verdad).
Me acuerdo, me acuerdo, me acuerdo... Como en el libro de
George Perec (tenía cara de loco el tal Perec, con esa sotabarba que tenía). También
me acuerdo que tenía la colección de compactos de Anagrama en la segunda
sección de la estantería de la izquierda de la Independiente. Y que estuve
mucho tiempo escuchando allí música de Nueva Orleans. Y leyendo. Pero solo me
acuerdo de dos o tres libros verdaderamente buenos. Estaba bien el propósito de
aquel trabajo, eso sí. El propósito: extender la fe, conseguir nuevos adeptos.
Pobre misionero era yo.
Me acuerdo de la primera vez que hablé con mi mujer. Y me
acuerdo del nacimiento de mis hijos.
Qué más da lo demás si lo importante, como diría Manuel
Vilas, es el amor.
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