Ayer, con otros padres, comentábamos la pena que nos daba
olvidar tantas cosas de nuestros hijos pequeños, sabiendo como sabíamos que lo
olvidaríamos casi todo (por muchas fotos que tomáramos). Yo también sé que el
destino de los niños es desconocer a sus padres. Los niños son incapaces (como
lo hemos sido nosotros cuando éramos pequeños) de imaginarnos, no ya
como a hombres y mujeres jóvenes, sino antes de su aparición en
el mundo. Solo cuando son mayores, y si los padres tienen cosas interesantes
que mostrarles, podrían rellenar un poco ese hueco. Si es que quieren, que no
tienen por qué.
Así que se trata de una relación extraña desde el punto de
vista de la memoria. Nosotros no recordaremos más que estampas, momentos fijos
que podremos evocar, pero acabaremos por olvidar ese sentimiento de tener un niño en continua transformación,
siempre convirtiéndose en algo diferente y, ellos, por su parte, ni siquiera
nos considerarán más allá de nuestro papel de padres.
Si reflexiono sobre ello, si lo pienso durante un momento y
no me quedo en la capa más superficial del asunto (la tristeza que provocan todos
esos momentos que no seremos capaces de recordar), creo que así es como debe
ser.
Si se coloca una piedra enorme en un río que no logre
desviar su curso, el río la rodea y quinientos metros más adelante el río no
recuerda haberla rodeado. De nosotros a ellos, de ellos a sus hijos, si los
tienen. Ninguno de nosotros es más importante que ese río, esa marea.
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