Ayer, mientras fumaba y miraba por la ventana observando el paisanaje (y recordaba
cómo mi amigo Pablo solía hacerlo durante horas en su barrio cuando era joven porque,
gracias a su trabajo de intérprete, le bastaban cuatro jornadas de trabajo para
vivir cómodamente todo el mes) sonó una escala en la
escuela de canto que está enfrente de mi casa (cantera de cantantes de
musicales, sobre todo) y, casi de forma simultánea, un hombre maduro y bien
vestido que iba acompañado de la que parecía su mujer, hizo cantando la misma
escala, de forma perfecta y con una voz de tenor preciosa (la, la, laaa, laaaaa)
y sin decir nada, siguió caminado junto a su pareja (que ni siquiera puso cara
de sorpresa), como si lo que acababa de hacer fuera lo más normal del mundo.
Yo me sorprendí, claro, y pensé (sin poder evitarlo) que para
vivir en el centro de una gran ciudad como Madrid hay que lidiar con muchas
incomodidades (el olor a orines, el ruido, los vecinos incívicos, los coches
inundándolo todo, los turistas, los borrachos), pero que, en ningún otro sitio
puedes asistir a una escena como esa. Si miro por la ventana siempre hay gente
nueva pasando frente a casa (a diferencia de las urbanizaciones donde los desconocidos provocan inquietud) y
si uno está el tiempo suficiente sin hacer nada, solo observando, puede ver
escenas en las que casi nadie repara porque todo el mundo está demasiado
ocupado con su puto teléfono móvil.
Se lo comenté a mi mujer, que lo primero que me dijo es que
eso solo era posible en el centro (¿entienden por qué es mi mujer?) y luego me
contó que una pareja de vecinos de unas amigas íntimas, que viven a cien metros,
eran cantantes de ópera y que seguramente serían ellos. Por supuesto. Cómo, si
no, se explica la falta de sorpresa de la mujer ante el arranque irrefrenable
de su marido, sin darle importancia, como si cantar de esa forma fuera algo tan
común como escuchar mala música saliendo de los coches.
Y pensé, bueno, espero que mis hijos sepan mirar cuando sean
mayores, espero que no se pierdan la inmensa cantidad de historias, de
conflictos, de trágicas nimiedades y leves alegrías que constituyen la amalgama
de nuestra especie. Porque, entre otras muchas cosas, también estamos hechos de
historias.
Y luego vi un rato la televisión.
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