Reflexiono mucho últimamente sobre el mundo que viene,
observo que, dependiendo del día, me muevo entre la utopía y la distopía, entre
el optimismo tecnológico y el pesimismo antropológico, no sé realmente lo que
me lleva a tener un estado de ánimo o el otro y no me importa mucho tampoco, la
verdad. Si uno no fuera capaz de contradecirse acabaríamos siendo como esos
robots del futuro especializados en tareas muy concretas que cada vez hacen
mejor su trabajo, pero son incapaces de saber qué están haciendo (no por qué lo están haciendo, pues eso es
común a los humanos, ¿alguien sabe realmente por qué hace las cosas? O, mejor
aún, ¿alguien sabe para qué las
hace?) y no creo que nadie quiera parecerse a un programa especializado en
jugar al ajedrez incapaz de reconocer la belleza de la palabra “alborada” o “boronía”
(ambas de raíz árabe, qué eufónico el dialecto andaluz del español gracias a su
influencia).
El caso es que, como iba diciendo, reflexiono sin llegar a
ninguna conclusión, porque precisamente tal vez (y solo tal vez) no haya
conclusión posible a la que llegar. Y después lo dejo. Y después vuelvo sobre
el tema (tal vez el hecho de tener dos hijos pequeños tenga que ver con esa
querencia de mi cabeza a reflexionar sobre el futuro y esa obligación, diría
casi moral, de imponerme el optimismo como contrapartida al cinismo).
Reflexiono, como les decía e, imitando las técnicas de los
estudios de mercado, preveo dos escenarios, digamos, plausibles que resumen
muchas de las ideas que uno puede leer en la red.
En uno de ellos, los humanos hemos dejado de existir dentro de, pongamos, quinientos años. No pasa nada. La vida es mucho más poderosa que la especie Homo y, además, íntimamente creo que forma parte de la organización de la materia: la materia acaba generando vida que acaba generando inteligencia autoconsciente que acaba preguntándose sobre cómo es posible que, siendo polvo de estrellas como somos, seamos capaces de pensar sobre el universo que nos rodea. Una catástrofe, ya saben. Nuclear, ambiental, astronómica. O la codicia, que lleva a la mayoría de la humanidad a vivir en condiciones tan absolutamente lamentables que los humanos están dispuestos a la autoaniquilación si con eso consiguen destruir a los mandarines.
En otro escenario, los humanos hemos dejado de existir
dentro de, pongamos, quinientos años. Pero no hemos desaparecido, nos hemos
convertido en otra cosa, en algo mejor. Hemos trascendido nuestro destino, nos
hemos convertido en viejos olmos centenarios que contemplan con distancia los
acontecimientos del mundo, hemos alcanzado la inmortalidad, hemos aprendido a
volcar nuestra conciencia a un ordenador, hemos evolucionado gracias a la
ingeniería genética y ahora volamos como los pájaros o somos capaces de pensar
como las piedras, ese viejo sueño. Hemos viajado a las estrellas. Nos hemos
vuelto seres pentadimensionales que observan con curiosidad esta obsesión que
tenemos por el tiempo, cuando el tiempo no es más que otro plano en el que
movernos.
Siempre me muevo entre un extremo y el otro y, al final,
creo que lo único que concluyo, lo único que puedo concluir es que estamos
justo en el eje de una bisagra, en un punto de inflexión, en un atractor fractal.
Todo está cambiando tan rápido que no sabemos hacia dónde nos dirigimos.
Y lo mejor de todo es que lo que quiero de verdad es tener
tiempo de leer. Solo eso. Ya ven.
1 comentario:
(No sé si el anterior comentario se ha publicado o no)
Decía que 500 años me parecen pocos para tanto cambio. O para cambios tan tremendos.
Y que mola, el post.
Un abrazo.
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