Conozco a alguien que resulta ser guionista y cuyo último
trabajo ha sido traducir La parte
inventada de Fresán al inglés (Douglas es británico), un libro que estoy
leyendo justo en ese momento y se lo digo y parece que le sorprende y acabamos
teniendo una conversación sobre escritores argentinos, sobre el oficio de la
traducción, sobre la poca valoración que tiene en España cualquier tipo de
trabajo cultural (el gobierno solo quiere oficinistas que vivan en
urbanizaciones, lo demás parece molestarles, casi ofenderles, ¡por Dios! ¡Gente
que pretende ganarse la vida tocando, actuando, escribiendo! ¡Que trabajen de
verdad, qué cojones!) y le digo que lo admiro y que para traducir a Fresán al
inglés, incluso para traducirlo al español,
hace falta no arredrarse ante nada, le digo que su trabajo ha tenido que ser
una epopeya, algo que Douglas me confirma cuando me dice que sí, que casi se
vuelve loco en los seis meses que le dedicó al libro, a lo que yo contesto que
seis meses viviendo dentro de esa novela pueden acabar con la salud mental de
cualquiera y seguimos hablando y hablando (los demás en el bar nos dejan hueco
para que nos contemos cosas que no importan a casi nadie) y, a los dos días,
hay un fotograma de Burt Lancaster en “El nadador” en la portada del periódico,
el cuento que tiene obsesionado al escritor desde pequeño y que siempre
aparece, de un modo u otro, en sus novelas, el mismo fotograma que estaba
enmarcado en un pequeño bar de Praga en el que fui a dar, con Mantra, la
novela del argentino, bajo el brazo, cuando todavía no comprendía que Fresán
siempre ha necesitado un editor y cuando esa intensidad de muchas de sus
páginas me tenía absolutamente fascinado.
Y al día siguiente, la editorial Destino organiza un
homenaje en León a El día del Watusi, la novela de Casavella (muchas veces
me digo que monté una librería preciosa solo para vender esa novela, el mejor
envoltorio posible), que no llegó a los tres mil ejemplares vendidos y que
ahora resulta que ha ido creciendo en las conciencias, como un virus, poco a
poco, boca a boca, sin publicidad, gracias al trabajo de los adeptos, (no se
trata de lectores a los que guste una novela, sino una secta secreta, que va extendiendo sus tentáculos sin prisa), que difunden ese preciso e hilarante análisis
de la Santa Transición que hizo el autor mucho antes de que se pusiera de moda.
Una novela que ya vio lo que venía después, la crisis latente en plena
hinchazón de la burbuja, que desnudaba a los que eran reyes y, por tanto, a los
que lo serían más tarde. Una pena que Casavella muriera tan joven porque podría
haber escrito páginas soberbias con ese Artur Mas envuelto en la bandera, vaya
a ser que les metan la mano en las cuentas de resultados, cuando en el fondo
piensa lo mismo que el resto del gobierno, que trabajen, conyons, que se dejen de zarandajas, que hagan como yo, no sé,
aprobar unas oposiciones o heredar el negocio familiar y dedicarse a la
política con el retiro garantizado, que sois todos unos vagos. El Watusi, con
esas bandas barcelonesas peleando a muerte en la playa de la Barceloneta y Fernando
Atienza contando como el huidizo protagonista se hundió en la arena mientras
bailaba el ritmo de moda recién llegado de los Estados Unidos. Cómo olvidar a Fernando Atienza si, a pesar de ser imaginario, tiene más entidad que muchas de las personas reales que me cruzo a diario y que no pasan de ser esbozos de personajes en manos de malos novelistas.
Hace tiempo que dejaron de sorprenderme las casualidades
relacionadas con los libros (decía Schiller que las casualidades no existen o algo parecido),
pero lo que no deja de hacerlo es la facilidad con la que salen las palabras cuando
empiezo a hablar de ellos.
Hay que joderse.
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