lunes, marzo 19, 2007

Tenis

Se levantaba cada día a las 6.00 de la mañana, desayunaba, hacía una hora de deporte y se marchaba al trabajo en el banco. Allí entraba con el coche en el aparcamiento y se dirigía a la planta décima del edificio, donde se encontraba la dirección. Era un buen gestor y estaba reconocido en el trabajo. Le pagaban muy bien y la gente se levantaba cuando entraba a las reuniones.

Cuando el departamento de personal organizó aquel campeonato de tenis, pensó que sería una buena oportunidad para conocer algo mejor a sus colaboradores habituales así que se apuntó sin dudarlo. Jugaría los martes y los jueves al tenis con su gente durante dos meses, lo que, sin duda, mejoraría el ambiente laboral.

Después de la primera derrota, que atribuyó a su falta de práctica, comenzó a tomar clases por las tardes. Después de la segunda, que atribuyó a su mala suerte, se tomo el entrenamiento mucho más en serio.

Cuando acabó el último del campeonato sin haber ganado ni un solo set, intentó no darle mucha importancia. Aceptaba ser el peor jugador de tenis del trabajo, por eso no había problema.

No obstante, despidió a todos sus subordinados y continuó con las clases de tenis.

5 comentarios:

Sebastián Puig dijo...

Te falta la moraleja, a lo Samaniego. Qué buena es la sonrisa que se le queda a uno después de leerte.

La independiente dijo...

¿La moraleja?, no sé, no sé...
Soy poco partidario de moralejas, la verdad. Pero me alegra haberte hecho sonreir porque esa era la pretensión de este micro en concreto.

¿No has conocido gente así, a los que no les gusta perder ni en los entrenamientos?

¿Que acaban por creerse la imagen que les escupe el espejo?

Un abrazo,

Sebastián Puig dijo...

A más de uno...

Portarosa dijo...

Me ha gustado mucho este relato de claros tintes autobiográficos. La verdad es que desde el primer momento te he visto perfectamente reflejado, tal y como te conocí.

No sé a dónde te va a llevar tu ambición desmedida, Xavie...

Un abrazo.

La independiente dijo...

Claro, Porto
Ya sabes que a mí no me importa la sangre en las suelas de los zapatos.

Ni alzarme a empujones sobre las cabezas de los demás.

No tengo amigos ni falta que me hace. La verdad.

Un abrazo