viernes, septiembre 11, 2009

Marrakech (y VIII)

Entro en la medina por esa puerta camino de la Place du Moukef, pasando por las curtidurías de piel. Huele mal y miro de soslayo a través de alguna arcada pero no me interesa demasiado el proceso: hombres sin camiseta con las manos metidas en productos químicos curtiendo la piel tal y como se hacía hace un siglo. Me parece casi inmoral sacar fotos de un sitio así. Un hombre que pretende hacerme de guía me agarra del brazo, intenta hacerse el simpático, se ve la desesperación en el fondo de sus ojos. Estoy harto de ellos, de todos los que caminan a tu lado intentando llevarte a alguna tienda pero les comprendo: soy un turista. Y no uno de esos viajeros-buen-rollito-que-no-quieren-parecer-turistas-y-que-por-eso-nunca-dejan-una-propina-tras-disfrutar-de-una-experiencia-exótica. Yo sí dejo propina. Y me dejo engañar sin perder el sentido del humor. Son las reglas.
Al volver de la madrasa (o madraza, o medersa), un lugar lleno de paz, como contagiado de la espiritualidad de sus inquilinos en otro tiempo, descubro la Maison de la Photographie, una casa cuyo dueño —Patrick—, en lugar de convertir en un hotel, o en un riad, ha convertido en un museo de la fotografía de Marruecos. Un lugar hermoso, de paredes blancas que solo lleva abierto tres meses y cuyo contenido me explica con detalle y erudición. Hablamos en inglés de fotografía, de historia, de los vínculos que unen ambas orillas del Mediterráneo, del antiguo idioma común que existía en el siglo XVII en todo el Mare Nostrum, formado por antiguas palabras latinas, árabes, italianas y españolas y que aparece en el Quijote, de las expediciones emprendidas por la monarquía alauita hacia el África Negra, de la importancia de los moriscos andaluces, como Es-Saheli, en el reino de Tombuctú, de los músicos esclavos de ese reino, que aparecen en una de las fotografías, que creían en un dios de las cosas que producía el mundo a través de una gran masturbación, de técnicas fotográficas y copias vintage.
La fotografía más antigua que tiene el museo tiene 140 años y es fantástica. Me explica que el revelado en papel de Japón era una técnica de finales del siglo XIX y principios del XX que pretendía imitar los trazos del impresionismo. Me cuenta muchas cosas, me invita a subir a la terraza, me trae un vaso de agua. Subo a la terraza y desde allí, un lugar bastante alto, veo otra vez la medina roja y el verde de las plantas de interior. Comienza la llamada a la oración y de nuevo los cantos de los muecines de las mezquitas cercanas se acoplan unos a otros como las piezas de un puzzle. Patrick me invita a compartir su comida y la de su mujer pero yo digo que no, digo gracias y pregunto si tienen un catálogo que pueda comprar. Me dicen que lo harán cuando tenga dinero. Se me ocurre que hacer ese catálogo en tres idiomas es un proyecto bonito, se me ocurre que crear la página web del museo debe de serlo también. Lamento no disponer de más días para volver tranquilamente a tomar una ensalada para cenar y compartir té y conversación con esta pareja.
Ceno en la plaza, tras una siesta de lectura, humo y un baño en la pequeña piscina de agua fría de la entrada al hotel y vuelvo temprano tras pasarme por la Kutubía a observar por última vez a los fieles levantándose y arrodillándose, levantándose y arrodillándose.
En la terraza del riad me acomodo a terminar una de las novelas que aún me quedan. Oigo a los niños correr y jugar abajo en la calle, los ruidos de las cocinas, la conversación incomprensible de las mujeres, pegando la hebra, el petardeo de los ciclomotores. Miro al cielo y cuando advierto que se me cierran los ojos, recojo las cosas y me acuesto a descansar.

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