Mi generación fue adolescente en los ochenta y de allá vienen nuestros primeros recuerdos adultos (nuestros primeros recuerdos que no forman parte de una niñez remota e inventada sino parte de lo que hemos sido de forma continua desde entonces): cervezas en la calle y cigarrillos, los primeros besos, el primer sexo, los primeros libros de filosofía, los primeros desengaños, las primeras promesas. La época de la movida, la de la explosión de la música pop, la de los flequillos y los nuevos románticos, la de los punkis y los rockers, La edad de oro, Las vulpes versionando a Iggy Pop y escandalizando a todo un país, el humo de Ketama, quillo, anda que no se nota que ese se está fumando un porro, ¿no ves el humo?, y siempre seremos amigos, ya te digo, y ¿estás seguro de que vas a estudiar eso?, mi tío hizo como tú y se quedó con una ingeniería técnica y luego se arrepintió toda la vida, piénsatelo y no, hijo, no tenemos dinero para que estudies en Málaga, tendrás que hacer aquí una carrera y la primera de tus mujeres (luego hubo más, por razones diferentes) diciéndote que buscaba a alguien más maduro (¡con 17 años!) y pisos feos de ladrillo y profesores convencidos de poder convertirnos en personas inteligentes y el absoluto convencimiento de estar caminando en una dirección diferente a la de nuestros padres, más libre, mejor.
Y lo fue durante un tiempo y nuestros padres tuvieron que soportarnos cuando comenzamos a llegar tarde a casa y a salir más de la cuenta y a llevar el pelo cardado y cazadoras de cuero y a escuchar rock a todo volumen en nuestras habitaciones (que compartíamos con nuestros hermanos menores) y, curiosamente, la educación tomó un camino de dos direcciones, ellos a nosotros y nosotros a ellos, que no entendían muy bien cómo es que Antonio, con lo majo que es, sea maricón y le gusten los chicos, ni tampoco cómo si quieres a Anita y llevas con ella ocho años no te casas y te conformas a irte a vivir con ella y cómo vas a tener hijos sin estar casado y, niño, ten cuidado con quién andas y si ligas por ahí, ponte un condón, anda y si hay que abortar pues se aborta, porque a cualquiera puede desgraciarle la vida un hijo con dieciséis años y aunque no sea plato de gusto para nadie, mejor así, y a ver si aprendes y cómo es ese trabajo que haces de ¿diseñador?, ¿programador?, ¿director de comunicación?, ¿productor musical?, o cualquiera de los trabajos que empezaron a surgir en aquella época y de los que no tenían ni idea, los pobres, tan ocupados como estaban escuchando las coplas de Juanito Valderrama en el radiocasete.
Pero no. Creímos que sí, pero no. España, ese país especialista en expulsar de su seno a los mejores volvió a hacer de las suyas y, otra vez, las finanzas públicas eran un desastre y, otra vez, los arbitristas del siglo XVII daban ideas para salir de la crisis, y, otra vez, la asistencia pública era cuestión de la Iglesia y, otra vez, se miraban muy mal los pelos raros y las pintas estrafalarias y, otra vez, los jóvenes metían sus cosas en una maleta y se montaban en trenes camino de Alemania (mejores maletas, mejores trenes, mejor educación pero el mismo trayecto). Y los que ya no somos jóvenes, los hijos de los obreros que empezamos la universidad en los ochenta y que ascendimos socialmente gracias a los estudios nos quedamos aquí porque habíamos comprado una casa que a nuestro padre (el único que trabajaba en casa) le llevó pagar quince años a un interés del veintidós por ciento y que a nosotros aún nos cuelga del cuello.
Y nos duele. Por la situación, por supuesto y, sobre todo, porque, para muchos de nosotros, aquello que creímos era mentira. Y cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana, que cantaban aquellos y España, una vez más, ha demostrado no ser más que el esqueleto de un gigante y al final siempre son los mismos los que mandan, los de siempre, los que siempre lo han hecho desde hace siglos y los que lo seguirán haciendo cuando ya no estemos aquí, aunque durante un tiempo tuvieran un buen director de prensa que nos hizo creer a todos que ya no, que el país ya no era el mismo, que era otro, un país europeo y decente.
Y ya ven.
Y lo fue durante un tiempo y nuestros padres tuvieron que soportarnos cuando comenzamos a llegar tarde a casa y a salir más de la cuenta y a llevar el pelo cardado y cazadoras de cuero y a escuchar rock a todo volumen en nuestras habitaciones (que compartíamos con nuestros hermanos menores) y, curiosamente, la educación tomó un camino de dos direcciones, ellos a nosotros y nosotros a ellos, que no entendían muy bien cómo es que Antonio, con lo majo que es, sea maricón y le gusten los chicos, ni tampoco cómo si quieres a Anita y llevas con ella ocho años no te casas y te conformas a irte a vivir con ella y cómo vas a tener hijos sin estar casado y, niño, ten cuidado con quién andas y si ligas por ahí, ponte un condón, anda y si hay que abortar pues se aborta, porque a cualquiera puede desgraciarle la vida un hijo con dieciséis años y aunque no sea plato de gusto para nadie, mejor así, y a ver si aprendes y cómo es ese trabajo que haces de ¿diseñador?, ¿programador?, ¿director de comunicación?, ¿productor musical?, o cualquiera de los trabajos que empezaron a surgir en aquella época y de los que no tenían ni idea, los pobres, tan ocupados como estaban escuchando las coplas de Juanito Valderrama en el radiocasete.
Pero no. Creímos que sí, pero no. España, ese país especialista en expulsar de su seno a los mejores volvió a hacer de las suyas y, otra vez, las finanzas públicas eran un desastre y, otra vez, los arbitristas del siglo XVII daban ideas para salir de la crisis, y, otra vez, la asistencia pública era cuestión de la Iglesia y, otra vez, se miraban muy mal los pelos raros y las pintas estrafalarias y, otra vez, los jóvenes metían sus cosas en una maleta y se montaban en trenes camino de Alemania (mejores maletas, mejores trenes, mejor educación pero el mismo trayecto). Y los que ya no somos jóvenes, los hijos de los obreros que empezamos la universidad en los ochenta y que ascendimos socialmente gracias a los estudios nos quedamos aquí porque habíamos comprado una casa que a nuestro padre (el único que trabajaba en casa) le llevó pagar quince años a un interés del veintidós por ciento y que a nosotros aún nos cuelga del cuello.
Y nos duele. Por la situación, por supuesto y, sobre todo, porque, para muchos de nosotros, aquello que creímos era mentira. Y cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana, que cantaban aquellos y España, una vez más, ha demostrado no ser más que el esqueleto de un gigante y al final siempre son los mismos los que mandan, los de siempre, los que siempre lo han hecho desde hace siglos y los que lo seguirán haciendo cuando ya no estemos aquí, aunque durante un tiempo tuvieran un buen director de prensa que nos hizo creer a todos que ya no, que el país ya no era el mismo, que era otro, un país europeo y decente.
Y ya ven.