martes, noviembre 29, 2011

Viejos

Hay un hombre que recorre los bares vendiendo mecheros y al que llamamos El pingüino, como el personaje de Batman (el de Tim Burton) y que, como él, está medio desquiciado por vivir medio metro por debajo de los demás, lo que le lleva a ser desagradable, maleducado y faltón, tal vez escudándose en el respeto superficial que suele concederse a los viejos. Hace tiempo que ni siquiera intento disimular el desagrado que me produce.
Hay una señora encargada de sacar los cubos de la basura de la calle en la que tengo mi negocio, también arisca, permanentemente dispuesta a considerarse ofendida por cualquier nimiedad, como no haber contestado suficientemente rápido a su saludo por no haberlo oído, por ejemplo, o estar en la calle fumando y hacerle, por tanto, desplazarse treinta centímetros para pasar. Una señora con un gesto permanente de enfado.
Ambos se ajustan muy bien a cierto tipo de habitante del centro de Madrid, ancianos que viven asediados por la miseria y los recuerdos y a quienes, sin embargo, puedo imaginar echando de menos los tiempos en los que el estraperlo era la única posibilidad de conseguir medias de nylon, a quienes puedo ver hablando mal del aspecto de la gente, de las pintadas en las paredes, de los inmigrantes y cuyas noches se consumen ante un televisor anticuado. Ya no recuerdan, por supuesto, que esta era una ciudad gris y mucho más triste hace solo veinte años, que todo estaba lleno de jóvenes con las venas punzadas, de mierdas de perro y de fachadas que se caían a pedazos.
El problema de estos viejos es que el gris de su época les ha calado tan dentro que son incapaces de ver nada bueno en un tiempo que ya no sienten como suyo. Me provocan tristeza y enfado a partes iguales. Aunque no creo que a ellos les importe.

martes, noviembre 08, 2011

Jefes

Miro fijamente los cuatro pelos que le salen de la nariz, algo más gruesos que los que le recubren el dorso de los dedos y de la mano. No puedo apartar la vista. Tiene el pelo muy corto y barba cerrada que rasura a diario pero que a media tarde ya cubre sus mejillas de una sombra azulada. Cuando sonríe, la cara se le contrae en una mueca algo idiota. No cuesta trabajo imaginarlo con un pantalón de lino, unas alpargartas y una azada inclinando reverencialmente la cabeza, con la vista puesta en el suelo cuando el marqués pasa por la calle mayor del pueblo, asustado, vaya a ser que el marqués se fije en él y le pida algo o le pregunte algo que no sepa contestar; siempre resulta mejor ser invisible ante los poderosos y, en caso de que no quede más remedio, obedecer sin rechistar, sin pensar. Se le nota en la cara que aún está demasiado cerca del surco en la tierra, con la carga de embrutecimiento que siempre ha tenido el trabajo en el campo, trabajar como una mula de sol a sol, aguantar la lluvia y el estío, casi poder oír como se va cuarteando la piel quemada de la cara mientras el sudor gotea sobre la tierra, sin tiempo para nada que no sea trasegar unos vinos en la taberna o ir de putas. Demasiado cerca. Demasiado miedo en los genes, demasiadas generaciones bajando los ojos ante el señor, ante el cura o ante el maestro, ante cualquiera con autoridad o cultura. El perfecto sargento chusquero de intendencia que, asustado ante la responsabilidad de rellenar los formularios con las entradas y salidas de material, firma con un garabato ilegible mientras sonríe intentando hacer cómplice de su treta al recluta con estudios.

El otro es gordo y grande, con esa gordura blanda del que hace mucho tiempo dejó de hacer deporte. Resulta igual de servil que el primero pero es más peligroso porque a ese servilismo añade la astucia propia de los calculadores que todo lo hacen pensando en promocionar. Su conversación es una continua queja por la mala vida que le da su mujer y una añoranza constante por sus tiempos de juventud y soltería en la costa, cuando el sexo estaba más disponible que ahora, según cuenta. Parece decir «no te fijes en cómo soy ahora, créeme cuando te digo que tuve una vida más mundana, rodeado de chicas disponibles, cuando era delgado y guapo». Resulta patético con sus consejos: No hagas como yo, no te cases, las mujeres son un coñazo (mujer y dos hijas que tiene el hombre) y aún más cuando cuenta chistes sobre maricones y posturas sexuales. Siempre he creído que los hombres tan marcadamente homófobos y machistas hacen gala de su hombría constantemente porque, en el fondo, les gustaría ser sometidos por otro hombre, aunque no se atrevan siquiera a dejar que ese pensamiento se forme en su cabeza. Provocan más tristeza que repugnancia estos hombres.

Uno es tonto. El otro además es malvado.

Alberto Olmos lo decía muy bien en su blog hace algún tiempo:

«En Castilla (supongo que en otras partes también) perdura aún la denominación "amo" referida al dueño de una empresa, negocio; referida, sobre todo, al terrateniente. "Lo que diga el amo", "ahora viene el amo", "lo tendrás que hablar con el amo": he oído yo toda mi vida.

El amo, en nuestros días, es el jefe (sobre todo si es "empresario"), el profesor y el político en funciones de gobierno.

Mi relación con el amo (me propongo ahora desarrollar) no es ajena a este escozor de sentirse más válido e inteligente. Respecto a los profesores, que son mis amos más numerosos, he visto claramente que les perdí el respeto al llegar a la universidad. Fue allí cuando noté por primera vez que, con perdón, yo era más inteligente que ellos. No era difícil, no se apuren, porque yo he tenido profesores que no sabían, y así lo decían abierta y alegremente, escribir con precisión "por qué", "porque" "por que" y "porqué", ni sabían hablar en público, ni sabían pensar por sí mismos, ni sabían más allá de cuatro cosas de la materia que impartían; ni sabían, en ocasiones contadas, absolutamente nada de nada.

Esta inteligencia demediada en el maestro nunca me irritó. A fin de cuentas, era más fácil aprobar los exámenes, más llevadera la clase, más llevadera la autoestima.

Sin embargo, el amo "empresario", el jefe, sí me ha supuesto una amargura considerable. Ser mandado por alguien al que no respetas, duele; pero ser mandado por un imbécil, desquicia. Si bien es cierto que resulta enormemente subjetivo determinar la inteligencia de otra persona, y más de alguien que, hablemos claro, cobra más que tú y viene dos horas más tarde a la oficina, no lo es tanto si en su caso concreto concurren circunstancias tan obvias (¡volvemos!) como ser hijo del dueño del tinglado, ser novia del dueño, ser primo del dueño, ser amigo del dueño o ser la persona que tiene el contacto exacto que el dueño necesita para algún negocio prometedor.

Nada tan violento (lo habrá, pero por alguna parte hay que atacar la idea) que verse haciendo algo que sabes erróneo por mandato de un imbécil. El amo beocio violenta tu inteligencia, la degrada, te degrada y te hace sentir vergüenza de ti mismo, aparte de una insufrible sensación de estar malgastando tu vida y empeorando el mundo.»

Amén, Alberto, Amén.

lunes, noviembre 07, 2011

Ficción

Hay días, a veces incluso semanas, en los que la ficción no dispone de ningún crédito. Con la tragedia griega en el periódico y el aire de catástrofe que se percibe en el ambiente, cada día más cargado, leo reportajes que hablan de gente inmensamente rica que deja de serlo (“¿Cómo le digo yo ahora a mi mujer que no puede coger el avión para ir de compras a Milán?”) o que sigue siéndolo (“Creo que cuando compré el Chelsea eso tuvo un impacto significativo en mi modo de vida”) y todo me parece tan absolutamente increíble que me tranquiliza saber que lo que está sucediendo, lo está haciendo de verdad y no en una novela en la que hubiera que respetar las reglas de la verosimilitud.
El mundo real (Rubalcaba y Rajoy intentando aparentar que pueden cambiar algo, sea lo que sea; Alemania dictando el futuro de Grecia; Sarah Palin confirmando el absoluto declive del mundo occidental; China diciendo que con sus ahorros ya pensará lo que hace pero que, por ahora, la UE debería buscar ella misma una solución a sus problemas) se ha llenado de historias tan buenas (trágicas o tragicómicas, todas ellas) que no echo de menos la ficción. ¿Para qué la quiero? ¿Por qué leer una historia inventada justo ahora cuando el mundo se está yendo al carajo?

Nerón contemplaba arder Roma y tocaba la lira (al menos así era en aquella película) pero cuando el incendio es de verdad, ¿quién queda con ganas de recordar la melodía o de pedir a los poetas laureados que glosen el resplandor dorado de la destrucción?